Cada día más incapaz de opinar, me dedicaré a pintar paisajes. Allá va uno con claroscuros.
Vuelve mi madre de Camboya y me enseña sus fotos. Las veo en la pantallita de la cámara, porque ya casi nada, ni tantas letras, pasa al papel. Mi madre sale en las fotos pizpireta y sonriente entre ruinas de templos, raíces como patas de elefante, elefantes como vedettes y monos que arrebatan cocos a los turistas. Todo es colorido y risueño.
Dos días después me salen al paso otras fotos de Camboya. Estas son en blanco y negro. Las veo en
Perpignan en la exposición de
Don McCullin. Las fotos de McCullin cuelgan, estas sí, impresas, por todo el perímetro de una iglesia, esa tierra acostumbrada del dolor. Camboya, Chipre, Vietnam, Irlanda, Congo, Biafra, Inglaterra... En la iglesia de los dominicos de Perpignan, muertos, mendigos, soldados, niños moribundos, madres que ofrecen sus pechos vacíos a hijos que no cumplirán treintra y tres años, ni siquiera tres, sustituyen a santos, mártires, martirizadores, crucificados y dolorosas. De repente, me encuentro musitando ante una foto: "qué bonita". Lo digo en voz baja por ese efecto de sordina que provocan las iglesias en la voz pero, sobre todo, porque dudo de si está bien sentir una sacudida de belleza
ante el dolor de los demás.
La exposición está de bote en bote. Hay un sentido único para circular y vamos todos en procesión revelando el negativo de esa refrán que dice "ojos que no ven, corazón que no siente". Detrás de mí una chica con cascos me va empujando a otro ritmo, su ritmo, hacia la siguiente foto mientras masca chicle ruidosamente. Me pone cada vez más nerviosa. Ese chasquido húmedo y rítmico me está sacando de la experiencia y de quicio. Veo una foto de un hombre empuñando un arma, me dan ganas de pedírsela. ¿De quién estoy más lejos? ¿De quién estoy más cerca? ¿De la madre, del niño, del soldado? Somos todos humanos, me digo lacónica y obvia. El problema es que somos todos humanos: los que matan, los que mueren, los que miran desde las fotos, los que miran las fotos, los que no las ven y ojos que no ven..., los que mascan chicle, los que toman sopa de piedras, los que beben whisky, los que comen coco. Se me aparece entonces la sonrisa inocente de mi madre junto a un mono en una foto hecha en Camboya.
De vuelta de Irak, Don McCullin dijo que ya no iría al frente. Pero en diciembre del año pasado, con 77 años, volvió.
A Siria.
A su regreso ha vuelto a repetir que nunca más irá a la guerra.
La retrospectiva de su obra que se expone en el festival
Visa pour l'Image lleva por jodido título
La paz imposible.
En la foto de, claro, Don McCullin, mendigo irlandés en las calles de Londres en 1969, un humano como usted y como yo, vaya.