domingo, 26 de julio de 2015

Chao

Me voy.
Todo lo que querría decirles ahora mismo, y son muchas cosas, está en esta canción.
A la vuelta hablamos de esta cubierta que les dejo y de lo que ustedes quieran. De momento, allá va una pista.
Les deseo salud porque el resto, me temo, corre de su cuenta, de nuestra cuenta. Ahí está la gracia. No la desaprovechen.
Besos.

Goodbye stranger, it's been nice. Hope you find your paradise... [Se va silbando, shining.]

miércoles, 22 de julio de 2015

La poesía es un arma cargada de oxitocina, feniletilamina, etc.

Me pone de mal humor ver a la presentadora de cierto telediario desde que sé que es novia de cierto poeta.
Leo con rabia el nombre de A. al final de la Vida secreta.
Me cago en la tal B. (que no es B de Begoña) que nombra David Mayor en "Refugio" (acaba así el poema):
"Creo que escribir esto es escribir la serenidad a la que quiero volver cuando otro día también lo lea".
Pues sí, muy sereno y muy bonito el poema, pero –llámenme megalómana– la que querría aparecer nombrada en ese, en aquel, en todos los poemas de todos los poetas, soy yo.
Será que, de todos los géneros, la poesía es el que se escribe para enamorar y se lee para encontrar amor (y ese pozo espejeante y...). Normal que arrase entre los jóvenes. La de gonadotropinas (por ser fina) que se atisban en esta última hornada de poetas de éxito.

Siempre se ha oído que a ciertos cantantes se les obliga a negar noviazgos para no decepcionar a sus fans. Poetas, aplíquense el cuento. Es sencillo. No pongan nombres propios. Ahórrennos los desengaños. Qué poco les cuesta. Si ya lo decía Cyrano de Bergerac: "La credulidad del amor propio es tan grande que Rosana [Begoña, Fulana, Jaimito, Mengana...] creerá que [la carta, el poema, el halago, la declaración, lo que sea] está escrita para ella".
Escriban para mí.

En la imagen: grupo de fans ante la llegada de Vilas

viernes, 17 de julio de 2015

Cómo querer a un niño

"Escribo mejor desde que escribo para mi hijo", dije en la charla de El Chupete.
Dejen que me explique.
Si ustedes son almas puras, les sobrarán las explicaciones. Las explicaciones para algo así solo las necesitan los resabiados, los listillos como yo, que, cuando era editora y alguien –un tierno abuelito, una madre reciente– se me presentaba con un cuento "escrito para mi hijo/nieto/lo-que-más-quiero-en-este-mundo", activaba todas mis reservas, miraba desde lo alto de mi desdén (el desdén es una atalaya cegada) y me preparaba para lo peor ante una presentación que juzgaba ridícula.
¿Ridícula? Ridícula era yo, que me diría Pessoa. Ridículo es escribir para editores, críticos, mediadores de todo pelaje: padres, madres, bibliotecarias, docentes...  ¿Acaso puede haber un comienzo mejor que escribir para un hijo? Empezar a escribir por amor, por puro y simple amor, como una forma de querer. ¿No empezaron así Astrid Lindgren, que inventó Pippi Calzaslargas para su hija enferma; Kenneth Grahame, que creó El viento entre los sauces para su hijo Alistair; Robert Louis Stevenson, que fue escribiendo La isla del tesoro un verano para entretener a la familia, incorporando sus sugerencias a la historia... y tantos otros? Es bien conocido que Peter Pan y Alicia fueron creados para niños "de verdad", destinatarios concretos del cariño, o lo que fuera, de sus autores.
Sin ir tan lejos, acaba de decir Pete Docter, el de Up, Monstruos S.A...: "En Pixar no hacemos películas pensando en lo que les gusta a los niños" para después revelar que la idea de Inside Out, protagonizada por una niña de once años, surgió cuando su hija, la hija del señor Docter, cumplió esa edad y  dejó de ser el cascabel que había sido hasta entonces.
¿Hace falta tener niños (propios o postizos) para escribir bien para niños? Pues seguramente no, pero creo que hace falta querer y atender a un niño, por lo menos a un niño, aunque sea al niño que uno fue, como hacían Gloria Fuertes o Maurice Sendak. Igual lo absurdo es pensar en "los niños", como si todos fueran iguales. Igual hay que pensar en un niño al que se ame.
No basta con el amor, claro. Sé de varias historias, no solo de ficción, que el amor solo no pudo sostener. Para escribir una buena historia, no solo hay que querer, hay que poder. Cada uno hace lo que puede, quiere como puede.
A los niños, a los niños que uno quiere, habría que darles lo mejor que uno tenga. Si lo que mejor hace uno son croquetas, eso es lo que debería dar a sus niños y dejarse de cuentos.
Lo que yo intento hacer mejor es escribir, y en particular escribir para niños y jóvenes. Lo intento tanto que he apostado por hacer de esto mi profesión (y ni se imaginan lo privilegiada que me siento por ello). Por eso escribo para mi hijo. Por eso no le hago croquetas, ni mucho menos se me pasa por la cabeza montar un restaurante. Si me abstengo de hacerlo es por amor a la humanidad.
¿Y ustedes? ¿Qué es lo que mejor hacen? ¿A quién quieren? ¿Qué le dan?

En la imagen hay un padre con su hijo. Pero además, al otro lado de la cámara, hay otro padre haciendo lo que mejor sabe hacer, fotografías. Es Jacques-Henri Lartigue retratando a su hijo y a su nieto, queriéndolos como buenamente puede.

miércoles, 15 de julio de 2015

La espera

“Bebe con moderación”, dicen con letra diminuta los anuncios de bebidas alcohólicas. En letras invisibles hay otro mensaje para los bebedores pasivos: “espera con moderación”. No sé qué se cumple menos.
Esperan los niños muertos de sueño a que sus padres apuren las cervezas en las terrazas. Esperan algunas señoras a sus señores maridos que nunca acaban de volver del bar. Esperan padres a hijos e hijas que llegan tan tarde que es pronto. Aguzan el oído y llegan a captar el sonido del ascensor en el bajo aunque vivan más allá de un cuarto piso. Consultan el reloj veinte veces cada hora. Consumen la espera haciendo sudokus o haciéndose los dormidos y espantando a la imaginación que es una mosca que siempre incordia con negras suposiciones.
Mientras tanto, a una galaxia de distancia, se suceden la risa, el bigote de espuma burbujeante sobre los labios, la marca en los dedos de las asas de la bolsa del súper llena de botellas, el clinc de las copas, el agradable toque de madera en el retropaladar, los chistes mil veces contados, la canción perfecta, la rodaja de lima en el borde del gin tonic, los amigos cada vez más amigos, la hoja de menta flotando en el mojito, los dedos humedecidos que abrazan el vaso de tubo, la perfección geométrica del cubo de hielo, la sonrisa floja, la perfección que se derrite, las horas y las eses que se alargan… En esas horas minuciosamente minutadas desde la galaxia de la espera, suceden litros de cosas tronchantes que tienen maldita la gracia vistas desde la otra galaxia.
De repente un mensaje se abre paso a la galaxia perfecta de la risa, y el mensaje siempre se resume en “vuelve”, y la contestación, si la hay, devuelve a la galaxia de la espera a su esencia porque siempre es “espera” aunque adquiera la apariencia de una falsa promesa y se deletree igual que “ahora vuelvo”.
Cuando por fin colisionan las dos galaxias, a veces lo hacen de forma ruidosa y brutal. Otras veces el choque apenas da como resultado un leve suspiro de alivio. Y así día tras día. Los de la galaxia de la espera, si no se hartan, se dan con un canto en los dientes porque aún tengan algo, alguien, que esperar, y se siguen entrenando en la espera por la mañana, acechando el momento del despertar y la resaca. Los de la galaxia de la risa insistirán porque ellos también esperan, esperan un momento perfecto que nunca llega o que, si llega, es imposible recordar al día siguiente; lástima.
Pero es verano, la estación más inmoderada, y no quiero aguarles la fiesta. Beban como si no hubieran leído nada. Si quieren, pueden usar estas líneas como posavasos. Dejen aquí el cerco húmedo de esa cerveza. Yo les seguiré sermoneando dentro de quince días. Espero.

En la imagen, Joe, desde la galaxia de la risa, llamando a la galaxia de la espera.

[Esta columna apareció publicada en Heraldo de Aragón allá por agosto de ¡2012! En su día no la publiqué aquí. Lo hago ahora tal cual. Nada de esto ha cambiado, creo; ni siquiera se ha pasado tanta tontería con el gin tonic. Igual le sirve a alguien para algo.]

viernes, 10 de julio de 2015

El silencio de Christian Gálvez

Cada silencio tiene su aquel. A mí me fascinan. Me gusta interpretarlos. No ponerles palabras, no; tratar de comprenderlos. Lo intenté con el de Teresa Romero. Lo intento ahora con el de Christian Gálvez.
Coincidí con él dando una charla en el festival El Chupete. Reconozco que escribo esto aún bajo el influjo de su enorme encanto en las distancias cortas. Antes y después de estar ahí arriba, en el escenario, hablamos. No de la polémica.
La conocerán ya, pero se la resumo por si acaso. Christian Gálvez estrena programa en Tele5, ¡Vaya Fauna!, un programa donde “actúan” animales. Después del estreno, Frank Cuesta cuelga en Youtube un Mensaje para Christian Gálvez donde le muestra el maltrato al que se somete a algunos animales para adiestrarlos y le pide que abandone el programa. El vídeo se difunde masivamente. ¡Vaya Fauna! va por el segundo programa y...
Christian Gálvez no ha dicho ni pío al respecto. Y no será porque no se lo hayan reclamado. No quiero ni imaginarme la de menciones que ha tenido al respecto. Yo (@granduquesa) me he visto en medio de algunas. Esta, por ejemplo:
¿Y por qué no habrá dicho nada Christian Gálvez? No será porque le falten palabras.
Allá va mi hipótesis sobre su silencio:
A Christian Gálvez lo han puesto en una pira funeraria, lo han rociado con gasolina, le han colocado una caja de cerillas en la mano y le han dicho: “¡Enciende!”. Es una costumbre esta muy española, ese razonar violento, ese furibundismo que nos carga de razón y nos eleva a un plano de superioridad moral. ¿Existirá la expresión "discusión acalorada" en otras lenguas? Aquí, cuando alguien tiene mucha seguridad en el tema que sea –y los bares y las redes están llenos de expertos– no le basta con exponerlo fríamente. Hay que encender una hoguera. O una pira. Sobre ella no hace falta poner al objeto de denuncia. Se admiten objetos o sujetos colaterales.
Se desactiva entonces la posibilidad de debatir porque a ver quién es el guapo que argumenta así, tumbado sobre una pira, paralizado en decúbito supino, con esa peste a gasolina, ese público vociferante, si además el público solo está esperando a que suene ese chasquido del fósforo contra el rascador, el fogonazo de la llama, el olor a azufre. No, al público que asiste a este espectáculo no le valdría ninguna otra respuesta.
Me pregunto qué haría yo en una situación semejante: si encendería esa cerilla para purificarme a ojos del público en un fuego y resurgir, intentar resurgir luego de mis cenizas, o si aguantaría con la cerilla en la mano esperando a que el público dejara de mirarme, atraído por una nueva pira o cansado de un espectáculo tan poco espectacular como es la resistencia y el silencio.
No lo sé. Solo sé que reflexionaría sobre el valor educativo real de mi gesto e intentaría decidir por mí misma. Y que no me extraña que en una situación así entre tanto ruido se haga el silencio. Pasapalabra.

Aclaración y codas
Aclaración: Entiendan que esta entrada no pretende debatir sobre el maltrato animal. El maltrato animal no debería debatirse sino sencillamente denunciarse y penarse. Si las penas no son suficiente, sería mejor pedir un endurecimiento de la ley que la cabeza de un presentador. No creo que la cabeza de Christian Gálvez salve a ningún oso.
Coda 1: Reconozco que vi el primer Vaya Fauna. Me dio más pena que otra cosa. Ante aquel oso trompetista, no pude sino sentir tristeza, con lo magníficos que son en libertad, haciendo sus cosas de osos, con lo ridículos y tristes que son haciendo nuestras cosas de humanos.
Coda 2: A mi bisabuelo, que vivía en un pueblo ahora desaparecido del Pirineo aragonés, lo mató un oso. Bueno, en rigor no fue el oso quien lo mató. Mi bisabuelo murió de miedo. Se encontró con un oso en la montaña. El oso no llevaba trompeta. Abuelo y oso estuvieron cara a cara. A mi bisabuelo le dio un infarto. Las montañas lo tienen todo grabado. En la memoria. Fin de la coda.

sábado, 4 de julio de 2015

Las demasiadas cosas (En defensa del hatillo)

Lo que uno no calcula cuando decide decidir su destino (así, una decisión al cuadrado, la decisión de las decisiones) es que, si esa decisión implica una mudanza (y si no la implica, ¿qué decisión decisiva es esa donde no hay movimiento?), si esa decisión implica una mudanza, digo, y si la mudanza se hace bien, lo siguiente que toca es decidir el destino de cientos, millares, decenas de miles de cosas.
En eso ando: decidiendo si guardo, tiro o doy ese gorro, ese papel, aquel libro, aquel tiburón con el que jugaba mi hijo de bebé..., intentando meter mi vida y la de mi hijo en dos maletas de 23 kilos sin sucumbir a la nostalgia o al derretimiento.
Tenemos demasiadas cosas. Guardamos demasiadas cosas. Demasiadas de plástico. Ni les cuento los niños.
Los niños de los cuentos salían de casa con un hatillo. Ahora tendrían que hacerlo con una Samsonite Cosmolite de cuatro ruedas. Pobres los pobres y pobres estos que tienen tanto.

¿Quieren un consejo? Se lo daré igual: no cojan los jabones de los hoteles. A la que se despisten, se morirán y su mayor legado será en glicerina. Sé lo que me digo.

Imagen de Dorothea Lange.