lunes, 27 de febrero de 2012

El táper

Es imposible sacarse a una madre de encima. Y mira que derrochamos energía intentándolo, eso sí, energía renovable, natural, inagotable, pues está en nuestra naturaleza de rama vivir esa fantasía de separarnos del tronco al crecer. Eso, y negar rabiosamente el parecido. Qué empeño más inútil, si las madres se nos incrustan desde pequeños, si acabamos siendo iguales.
Yo menos, porque mi madre es inimitable.
“Me pasé el primer año del colegio convencido de que todas y cada una de mis profesoras era mi madre disfrazada. Echaba a correr en cuanto sonaba el timbre de salida, e iba todo el camino preguntándome si llegaría a casa con tiempo para pillar a mi madre antes de que volviera a transformarse. Pero siempre, invariablemente, la encontraba ya en la cocina, poniéndome el vaso de leche con galletas. Su proeza, sin embargo, en lugar de empujarme a renunciar al engaño, lo que hacía era intensificar el respeto que me inspiraban sus poderes.” Eso decía el protagonista de El mal de Portnoy, de Philip Roth. Bueno, pues a mi madre le habría dado tiempo a ser la maestra, la autobusera, la vaquera... Mi madre es así: supersónica, llena de poderes. Está aun cuando no está, como aquella madre de Woody Allen que se aparecía a su hijo en el cielo de Manhattan.
Mi madre no invade cielos, ni falta que le hace. Tiene sus propios métodos. Por ejemplo, ella no hace albóndigas; hace ambientadores. Llegan en un táper y cuando se calientan, la casa huele a sus albóndigas durante días. De esta forma asegura su presencia en esta casa mía que ya no es la suya.
Es un método de conquista del mundo. No es la única en practicarlo. Lo vengo observando desde hace tiempo, ese tráfico silencioso de tápers.
“La mano que mece la cuna es la mano que gobierna el mundo”, dijo un tal Wallace. Pero eso fue en 1865, cuando el plástico aún no había entrado en nuestra vida, cuando aún no nos dejaban trabajar como locas, cuando aún no mendigábamos a nuestras madres que se quedaran con nuestros hijos ni ellas, tan desmesuradas en su amor como en sus cocidos, decidieran aprovisionarnos “por si acaso”. Hoy la mano que llena el táper es la mano que gobierna el mundo.
Podrían envenenarnos a todos, o matarnos de hambre. No hay mes que no les demos motivos para hacerlo. Y sin embargo, ahí están engordándonos, cuidándonos, cuidando a nuestros hijos. Si hay algo bueno y necesario en esta vida, son ellas. Y los tápers.

Esta columna apareció publicada el 26 de febrero en el Heraldo.
Perdón por no escribir más, pero sigo de gira. Ahora mismo estoy en Galicia. Me da que aquí lograré sobrevivir sin los tápers de mamá.

martes, 14 de febrero de 2012

Frío

¿A qué piso va? Yo al sexto. Nos da tiempo a hablar un poco del tiempo.
Qué frío más atroz, qué suerte. Más años que vamos a vivir. Me lo dijo un científico majísimo y listísimo, Ginés Morata. Con decirle que le dieron el premio Príncipe de Asturias… Como le decía, me contó Ginés Morata que andaban investigando sobre las claves de la inmortalidad (él me lo dijo muy científicamente pero yo todo lo traduzco muy novelero, ya sabe), y que tenían evidencias muy científicas de que había tres cosas que podían hacernos casi casi inmortales. Igual él dijo que retrasaban el envejecimiento, pero es que los científicos son siempre tan prudentes, hablan siempre tan bajo… Científicos metidos a políticos me gustaría ver a mí… Pero sí, ya le cuento. Las tres cosas que nos pueden hacer casi tan viejos como Matusalén, que por cierto ¿sabía que llegó a tener 969 años?, pero para mí que se confundieron en la traducción… En fin, sí, las tres cosas que pueden hacer que vivamos hasta 400 años, dicen, son, son y son: pasar frío, pasar algo de hambre y no sé qué de las gónadas sexuales que no sabría explicarle. Pero vaya, que yo me quedé con la idea de que si hay alguien que tiene todos los boletos para ver pasar los siglos de los siglos (amén) es una monja diabética y disciplinada que viva en un convento de Teruel sin calefacción central.
Recuerdo que cuando Ginés Morata me contó todo esto, me sentí un poco estafada, porque lo dijo así como así, sin darle ni darse importancia, y a mí me habría gustado que se pusiera algo más épico, porque al fin y al cabo estaba revelándome el secreto de la eterna juventud, y ha habido gente que ha muerto y matado por eso. Y además pensé: “Y si eso se sabe, ¿por qué no lo cuentan? ¿Por qué no lo sabe todo el mundo?”
Justo, lo mismo que usted pensé yo: porque la Seguridad Social no iba a dar para tantos. Pero la verdad es que ahora se lo cuento yo también de esta forma tan poco épica, en este ascensor con aspecto de columna, porque en el fondo esto no nos va a cambiar la vida. Porque ¿acaso va a comer menos paella por esto que le he dicho? ¿Va a rechazar la oportunidad de darse una alegría al cuerpo? Como mucho, va a encontrar un poco de sentido a todo este frío que estamos pasando. Yo me digo que este frío tan anti-age es como una estancia en la clínica Buchinger, esa donde van los ricos a no beber y no comer, y que nos da bula para todo lo demás.
En fin, yo me bajo aquí. Que tenga un buen día, y una larga vida. O no tanto. Que aproveche entonces.

En la imagen: mi vecino diciéndome que él va más arriba (en realidad, creo que es una excusa), segundos antes de que yo le revele el secreto de la eterna juventud.
Esta columna apareció publicada un gélido 12 de febrero de 2012 en el Heraldo. Esa misma tarde me escribía Ginés Morata y me precisaba que la longevidad tenía más que ver con la impotencia que con la castidad. "La castidad no incrementa la longevidad", decía. Me complace darles esta noticia un 14 de febrero. Que tengan un buen día.

miércoles, 8 de febrero de 2012

El ego al completo

"Pongamos el ego sobre la mesa", ese artículo sobre autores, blogueros, elefantes, pavos reales, vanidad y paranoia, ya se puede visitar y leer completo en la revista El Tiramilla, aquí. Dije que avisaría y aviso.
Ahora, si quieren visitar algo verdaderamente bonito, no dejen de bucear en este jardín sumergido.
El artículo es mío; el jardín no, más quisiera yo. El jardín es del extraordinario buzo Alberto Gamón.

lunes, 6 de febrero de 2012

Antonio Banderas y yo

La semana pasada Antonio Banderas presentó mi último cuento. En Cancún. En un hotel de cinco estrellas, este.
Lo malo es que yo no estaba ahí.
El cuento fue un encargo del grupo Iberostar. La cadena de hoteles ha suscrito recientemente un acuerdo que combate la explotación sexual infantil, el código ECPAT (End Child Prostitution). La idea era hablar de este tema en un cuento que tuviera una doble lectura: una para niños y otra para adultos. Era difícil, muy difícil, pero estoy muy satisfecha con el relato y encantada con el ambiente de trabajo que se creó con la fantabulosa agencia picnic durante su gestación y agónico parto.
¿Que cómo pueden conseguir el cuento? Muy sencillo. Dense un lujo. Vayan de vacaciones. Si tienen un día Versace, les recomiendo el Grand Hotel Paraíso, "fastuosidad en su máxima expresión". Y si tienen un día más Armani, el Grand Hotel Budapest, donde disfrutarán de una "atmósfera distinguida, lujosa y seductora", además de una buena lectura, claro.
Mmm. Este post ha quedado muy frívolo y me entra ahora, como bien diagnostica aquí Sergio del Molino, "la pulsión por la trascendencia, ese síndrome que afecta al noventa por ciento de los columnistas españoles". Pero es que el tema es muy serio. Deberían removerse, por ejemplo viendo esto. Las cifras son estremecedoras. Se le quita a una la tontería con Antonio Banderas y le entran, a cambio, pesadillas.
Qué mundo este... A cambiarlo ahora mismo con lo que se les dé mejor, con lo que tengan más a mano: un ordenador, una tiza, una sartén, unas agujas, un papel, una papeleta, una paleta, una pataleta, una cámara, un decreto, un libro, una hoja de reclamaciones, una sonrisa, un piano, un huerto... Urge hacerlo más bello, más limpio, mejor.

En la imagen: Antonio Banderas diciendo precisamente: "qué mundo este...".
Antonio, querido, no me tengas en cuenta que no estuviera allí, pero es que sigo de gira. Ando dando nuevas arrugas a mis patas de gallo por Almería, por Granada, por Alicante... conociendo a cientos de lectores, cientos de personas que cambiarán el mundo dentro de unos años, cuando tú y yo (tú primero) hayamos perdido los dientes.