jueves, 31 de julio de 2014

Entregados

Cogí dos meses de carrerilla. Planifiqué bien algo que maceraba en mí desde el verano anterior. Me recuerdo en Miami, arrinconada por la pregunta de un niño, confesando por primera vez en voz alta que quería escribir sobre ello. Entonces no tenía ni idea de que iba a acabar haciéndolo por entregas.
"Pero me escribirás todos los días", fue la condición que puso mi hijo para ir a su primer campamento.
Y entonces se me ocurrió. Le escribiría. Pero no una carta de mi puño y letra, hilachos de cordón umbilical que le impidieran desapegarse un poquito de mí. Le mandaría una lectura para cada día, una novela por capítulos.
Cuando mi hijo se fue al campamento, ya tenía escritos los ocho primeros capítulos y el esquema general que, como siempre, fue mutando como un ectoplasma.
Antes de que se fuera, ya le había enviado, día tras día, los tres primeros sobres verdes con estampado floreado interior.
Me sentía una Dickens, una Collodi, una Balzac cualquiera. Si fuera seriéfila, podría deslizar aquí un par de nombres muy guays, pero ya me perdonarán, la serie que más sigo, y es poco seriada, es Historias corrientes. (No lo digo con orgullo sino con vergüenza; sé que me estoy perdiendo algunas de las mejores narrativas modernas, amén del respeto intelectual de mis contemporáneos y la posibilidad de que me crezca barba. Se agradecería en los comentarios recomendaciones de por dónde empezar y, muy importante, instrucciones para hacerlo sin violar la propiedad intelectual. Soy muy escrupulosilla en esto yo. Vuelvo:)
Me encerraba a escribir en la biblioteca por las mañanas, imprimía por las tardes y me acercaba al buzón pasadas las cinco, la hora de la recogida. Así, día tras día, entregada a la escritura. Así ya se puede escribir.
La novela, como es habitual, fue creciendo por arriba, por abajo, por los lados. Me daba rabia haber mandado ya capítulos que luego iba mejorando. En vez de un capítulo, mandaba dos o tres en cada sobre. De vez en cuando, deslizaba en la historia guiños personales para mi hijo que eran como besos.
Mi hijo ha vuelto, feliz, hace unos días.
Respecto al libro, él, que es tan crítico siempre con lo mío, me dijo muy serio nada más llegar: "Mamá, es buenísimo, de verdad".
La resolución al misterio le esperaba aquí. La leyó nada más volcar la maleta en la lavadora.
"Es que ¿sabes cómo me enganché con Los Futbolísimos?", me dijo. "Pues con este libro, más". Entregado a la lectura.
Aún me faltan por escribir los los dos capítulos finales, una especie de coda feliz con pequeño giro.
Y corregir y corregir y corrregir, claro.
Lo que pasa es que, desde que ha llegado mi hijo, no he escrito ni una línea. Bueno, sí, estas. Pero ya se sabe que los escritores somos seres de excusas, y este blog es una excusa más, y no menor. Me encanta compartirla con ustedes.
 
En la imagen, de Elliot Erwitt, momento folletinesco donde los haya en el que los niños, a punto de abandonar el campamento, ven llegar al cartero con la penúltima entrega de la novela. Obviamente, los niños que han ido leyendo la novela son los dos con cara de drama y nariz aplastada contra el cristal.

domingo, 27 de julio de 2014

Pájaros en la cabeza

Pájaros, pájaros por todas partes.
Duermo en una almohada distinta de la acostumbrada que me clava los cañones de las plumas en el cuello.
Tengo una cartera nueva que se abre girando el ala de un pájaro. 
Leo Una noche en la luna y me conmueve la mención a un cuadro de pájaros muertos.
Leo otro libro que sé desde el principio que tendrá cuadro de pájaro (vivo), El jilguero, sí. Cuando lo acabo, llamo a mi vecino y le pido que me mande dos fotos en alta resolución para imprimirlas. Son imágenes de la Venta el Maestro pero ahora quiero sacarlas de ahí y colgarlas en una pared de mi casa porque son preciosas y porque para mí esta ya no es una jaqueca sino un recuerdo de (cito a Donna Tartt más contextualizada de lo que pudiera parecer) “el dolor inseparable de la alegría” y esta, sí, es "soledad que aísla a una criatura viva de la otra", pero soledad compartida.
Aprovecho para preguntar a mi vecino dónde estará el 16 de septiembre (si están en Zaragoza, guarden esa tarde en su agenda junto a mi nombre), y me dice que seguramente en Nueva York. Ave migratoria, él ya es un pájaro de América.
Voy a ver Poeta en Nueva York, el espectáculo de poesía (de Lorca), música (de Edith Salazar) y sobre todo danza (de Rafael Amargo, al que siempre acabo llamando —querencia de ilustradores— Pablo Amargo), y veo que si no volamos es solo porque tenemos las piernas demasiado largas, y que el taconeo es un ensayo de despegue. (Hay una bailarina pequeñita que casi casi vuela.)
A la vuelta de Amargo, me resisto a coger el metro y vagabundeo hasta llegar a la plaza Santa Ana. Me acerco por detrás a esa estatua que creía recordar de Antonio Machado y resulta que es de Federico García Lorca, al que aún llevo en la cabeza. Cuando lo rodeo y lo miro de frente, descubro que tiene entre las manos ¡oh! un pajarillo.
Encuentro este poema que me fascina de Karmelo C. Iribarren:

LA TRISTEZA

Un gorrión
muerto
en la acera:

Un truco de la tristeza
para decirnos que existe,

sin ponernos
muy muy tristes.

Pero todos los pájaros que encuentro, o son de mentira o están vivos. Hay uno que se me acerca. ¿Me estará queriendo decir algo la alegría?

Imagen: Autorretrato de Graciela Iturbide.

Edito (28/7/2014): ¡Pájaros, pájaros por todas partes! Hoy me han salido al paso dos pájaros más: uno, libre, en la calle, y otro, enjaulado, en la librería, El pájaro enjaulado de Van Gogh y Zabala. ¿Lo han visto? "Mi querido Theo: un pájaro enjaulado en primavera sabe muy bien que hay algo para lo que serviría. Siente con fuerza que debe hacer algo, pero no puede..." ¡Enciérrenlo en su estantería cuanto antes!
Siempre suya,
La Oro

sábado, 26 de julio de 2014

Lujo y glamour

Circula por ahí un vídeo que no pienso enlazar pero que ha sido la risa de alguna que otra persona. En él salgo yo diciendo tonterías varias a propósito de mi último premio y remato contando lo mucho que me gustan los hoteles cinco estrellas Gran Lujo, y eso, en estos tiempos de conlaquestácayendismo, queda fatal. Pero, miren, ese es el personaje que he escogido. Soy @granduquesa en tuiter. Grabo vídeos en casas bonitas. Prefiero que me vean glamurosa que zarrapastrosa. "Ética y estética son lo mismo", dijo Wittgenstein.
Hace ya unos días me mandaba mi amiga Marta esta maravillosa cita extraída de aquí:
"Dice Peter Sloterdijk, en Normas para el parque humano, que la palabra glamour viene en realidad de grammar, es decir, que antes, el glamouroso era el que hablaba bien, el que conocía bien la gramática y el lenguaje, aunque para muchos, haya derivado justamente en lo contrario." 
Mi glamourfilia tiene que ver con eso, con mi inquebrantable fe en que es posible un mundo más bello y también con otra cosa. Defiendo la literatura, el arte. Podría defenderlo como algo tan necesario, tan básico como el pan, los garbanzos o la vitamina C. Es una opción. La otra es defender el arte como un lujo y defender la necesidad universal de ese lujo. Un lujo que lo es no porque no esté al alcance de todos, que debería estar, sino porque es inútil, maravillosamente innecesario.
¿La necesidad de lo innecesario?... Vaya, no me hagan mucho caso; igual es que me ha dado mucho sol en la cabeza. O que necesitaba un poco de glamour para compensar la franqueza fisiológica de la entrada anterior.

Imagen de Lillian Bassman, visitable (solo si se dan prisa) dentro de Photoespaña2014 en Madrid, en el Loewe de Serrano.

jueves, 24 de julio de 2014

Me senté y lloré

[Rescato aquí una columna perdida que se publicó en la desaparecida revista El Tiramilla, una columna que trata de escritura, montaña y ataques de ansiedad. Es, en fin, una aventurilla que me sucedió nada más terminar de escribir Croquetas y wasaps. Y no me enrollo más, que estoy escribiendo. Ya perdonarán lo abandonadillo que tengo el blog.]

Hay gente que tiende a engordar. Yo tiendo a las metáforas. Aunque me digo que eso es lo mismo que tender a la poesía, la realidad es otra, me temo. Lo que sucede es que no soy capaz de contar la realidad tal cual, y lo intento hacer, lo intento hacer desesperadamente, a través de otras realidades.
Cuando digo que tiendo a las metáforas, no me refiero solo a mi escritura. No es solo que “escriba” metáforas, es que me “suceden”. Les contaré la última.
¡¡¡¡¡He acabado una novela!!!!! Así, entre infinitos signos de exclamación. Pero esa no es la metáfora. La metáfora vital me sucedió al día siguiente de poner el punto final a la novela.
Llevaba días encerrada escribiendo. En Benasque. Es un crimen encerrarse en un lugar como Benasque, un valle en los Pirineos que pide a gritos roces de espinos, chapoteos en los ríos, sol en la piel y ampollas en los pies. Así que, al día siguiente de acabar la novela, decidí darme el paseo que me había negado durante todo ese tiempo. ¿Saben ese día de agosto, en plena ola de calor, ese en que anunciaron las máximas temperaturas, ese día en que incluso en los Pirineos el termómetro superó los 38ºC? Pues ese día fue. A partir de aquí, pueden leer una batallita de montañera –un auténtico manual de lo que no hay que hacer, dicho sea de paso– o el proceso de escritura de un libro, como gusten.
La cosa empezó regular, porque no encontraba mis botas de montaña, esas que tengo tan bien entrenadas. Pero como iba a ser una excursión no muy larga pensé que no pasaría nada por llevar las zapatillas deportivas de mi hermana, que solo me iban medio pie más pequeñas. Como sé que son muy inteligentes, no me molestaré en desvelarles el correlato real de cada elemento de la metáfora, pero este sí, porque no tienen por qué saberlo. Me fui de excursión con las zapatillas de mi hermana igual que decidí escribir mi novela con una voz que no era mía ni la de un cómodo narrador, como en Pomelo y limón, sino la del personaje protagonista. Está escrita en primera persona, vaya. Y no es una autobiografía.
Quería ir al valle de Estós. Lo tenía claro. A la excursión me acompañaban mi vecino, una rama gruesa a modo de bastón, un botellín de agua y unas nueces, porque, total, seguramente volveríamos a la hora de comer y tampoco íbamos a afrontar grandes pendientes como para necesitar bastones. Empezamos a andar por el valle. Oh, qué bonito el camino. No es nada empinado. Los árboles nos dan sombra. El bosque está precioso. ¿Por qué no seguir? Sí, mira, ya puestos, vamos hasta el refugio de Estós, ese refugio donde la gente sensata hace noche para luego seguir al día siguiente de excursión.
Al llegar al refugio, bajo un sol de justicia, rellenamos la botella con agua de la fuente, paramos un rato y seguimos. Teníamos previsto volver dando un pequeño rodeo para pasar por el ibón de Batisielles, un lago precioso, y allá que fuimos. Pero, oh, qué extraño, llevamos dos horas caminando y aún no hemos llegado, y los árboles han quedado atrás y hay que adivinar la casi invisible senda que no hace más que ascender y ascender y que nos arroja a un desamparado paisaje de alta montaña. Es agosto y el valle está lleno de excursionistas, pero nadie, ni una sola persona, ha tomado este camino. Por algo será, me digo. Mis zapatillas, que cada vez se revelan más inapropiadas, resbalan en la gravera. La pendiente es cada vez más empinada. Hago como que no estoy cansada. En realidad no lo estoy; estoy exhausta. Y seguimos subiendo dos horas más. Está claro. No estamos camino del ibón. Estamos subiendo el Posets, el segundo pico más alto de los Pirineos. Seguramente estamos ya a tres mil metros y yo, que llevo meses apoltronada, no puedo más. Esta excursión es demasiado grande para mí y estas zapatillas son demasiado pequeñas. Me quito la zapatilla derecha y me muerdo la uña del pie que me estaba clavando en el dedo contiguo. Demasiado tarde. Ya está sangrando. No puedo más. Temo no tener fuerzas para volver. “Necesito sentir que he llegado a alguna parte”, le digo a mi vecino, y, vencida, me dejó caer sobre una roca. Él, que está más fuerte que yo, se adelanta y sigue subiendo para valorar cuánto nos faltaría para alcanzar la cima una vez que llegáramos a la cresta. Lo pierdo de vista.
Y me quedo sola, sin vecino, ni nueces, ni agua, ni el móvil que nunca llegué a llevar. Sola con mi rama y mis zapatillas pequeñas. Estoy en pleno glaciar. Miro alrededor y pienso que podría estar en el año 1.750, en el 2.304 o en el 25.000 a. C. y todo lo que me rodea –los montes, las nubes y nada más, porque no hay absolutamente nada más a mi alrededor–, todo estaría exactamente igual. Me ha dado mucho el sol. Debería beber pero no tengo agua. No tengo nada. Por un momento me arrepiento de haber comenzado esta excursión. Desde el refugio, hace ya cuatro horas, no hemos visto a una sola persona y me pregunto si volveré a ver a alguien alguna vez. Me siento una astronauta flotando en el universo. En ese momento recuerdo un dibujo que hice a los quince años. Lo pinté con tippex blanco sobre una carpeta azul marino. Era un universo lleno de estrellas con un astronauta suspendido en aquella oscuridad azul marino. Lo titulé Soledad cósmica.
En mi lista de “pendientes de leer” hay un libro con un título fascinante: En Grand Central Station me senté y lloré. Desde que lo leí, di por hecho que no habría imagen mejor de la soledad que aquella, la de una mujer llorando en medio de la estación principal de Nueva York, uno de los lugares más concurridos del planeta. Sin embargo, ahora que estoy en ese lugar salvaje, sola como un astronauta a la deriva, sola de verdad, cambio de opinión. Además me he dado cuenta de algo que me resulta insoportable, y es lo siguiente. Cuando tengo insomnio y estoy a punto de sufrir un ataque de ansiedad, lo único que me alivia es abrir la ventana, mirar las estrellas si las hay y sentir el fresco de la noche. En casos desesperados incluso necesito salir al exterior. Pero cuando pienso en la posibilidad de pasar la noche ahí fuera, bajo las estrellas, al fresco de la noche, me doy cuenta de que si oscurece no habrá consuelo posible para mí. Cuando tu único consuelo se ha convertido en la fuente de tu miedo, solo te queda una cosa por hacer, llorar. Y eso es lo que hago: En medio del Posets me senté y lloré.
(Si no entienden muy bien estos párrafos de la soledad cósmica, el insomnio, la ansiedad y el miedo, no se preocupen; mejor así. Si lo entienden, uf, les mando un abrazo de corazón.)
Pero mi vecino regresó, y me dio un abrazo y me dijo “volvemos”, y aún quedaba un hilillo de agua en la botella, y, aunque en la bajada lo de llevar unas zapatillas que no eran de mi pie se reveló una idea peor aún de lo que ya parecía, conseguí afrontar el camino de vuelta. Y cuando, pasado el refugio, ya de vuelta al bosque, vi filtrarse entre las ramas la luz del atardecer, esa que no habría visto de haber acabado la excursión seis horas antes, tal como había previsto, cuando vi esa luz prodigiosa que bañaba el camino y lo hacía distinto –mucho más bello, mucho más cargado de sentido, mucho mejor–, esa luz que sale en las fotos de los libros de religión porque es tan bella que Dios podría ser eso, esa luz, supe que no me había perdido. El propio camino me había conducido a ese lugar más alto, me había enfrentado a lo más profundo de mi miedo y había sacado las fuerzas para volver de ahí, y estaba bien. No había llegado a la cima del Posets, y eso también estaba bien, porque así podría seguir intentándolo.
Esa misma noche aún me sucedió otra metáfora más y fue que, no sé si por el agua no tratada que bebí, a las dos de la madrugada empecé a descomponerme (“descomposición” no solo es más fino que otros sustantivos sino también, en su amplitud, más exacto). Pasé casi toda la noche en el baño volviéndome del revés como un calcetín, reseteando todo mi aparato digestivo de todas las formas posibles. Una violenta arcada me desencajó la mandíbula y durante un buen rato no pude cerrar la boca. En fin, no ahondaré en más detalles. Baste decir que perdí cuatro kilos y que en todo el día siguiente solo tomé suero. Me había vaciado por completo. Como en mi novela.
Aún me queda un kilo por recuperar y todavía tengo las uñas de los dedos gordos de los pies moradas. No me las quiero pintar porque me recuerdan a diario que… ¡¡¡¡¡he sobrevivido a mi novela!!!!!

En la imagen, de Hal Morey: gente sola y Dios en Grand Central Station allá por 1929.  

P.D: Escojan bien su calzado. De esto hace ya dos veranos, pero recuerdo que aquellas uñas moradas de los dedos gordos acabaron cayéndose enteritas, con ayuda de un podólogo. Un año entero tardé en recuperarlas. Cuídense.

viernes, 18 de julio de 2014

Subidón

Decía Camba que lo primero que tendrían que hacer con los Estados Unidos es bautizarlos, que eso de llamarlos "Estados Unidos de América" era como decir "el señor rubio que toma café en la primera mesa a la derecha del mostrador". Con "El musical participativo" pasa lo mismo. Lo primero que habría que hacer es buscarle un nombre de verdad. Cierto es que esa birria de nombre -"El musical participativo"- da una idea clara de su esencia: un espectáculo musical abierto a la participación de no profesionales. La iniciativa viene de largo. Empezó en el 95 con el Mesías de Händel y desde entonces, se han ido haciendo castings, formando miembros del coro y dando conciertos en un montón de ciudades españolas. Ayer actuaron en el Caixaforum de Madrid y repetirán el jueves que viene con el mismo repertorio, compuesto por canciones de musicales.
Al oírlos recordaba que en todas las películas nórdicas que he visto últimamente, había un coro. Normal. A falta de sol, ¿de dónde va a sacar uno la alegría? O se da a la música, a la lectura, al aguardiente o al asesinato.
Pero ¿qué necesidad? ¿Qué necesidad de beber o matar con el subidón que da cantar o escuchar un fragmento de Hello, Dolly!, Hairspray o Anything Goes? Que se lo digan al abuelillo que ayer bailaba como un loco desde un margen del concierto (el concierto es al aire libre, bajo el gigantesco porche del Caixaforum; los que pagaban entrada se sentaban y los que no, bailaban en los laterales). Por si no tuvieran bastante con lo que se ve desde la silla o el lateral -el coro, los solistas, la orquesta, el director-, siempre pueden darse la vuelta y observar el arrobo con que el público escucha a sus parientes. Esa hija que ve a su padre cantar y mover los brazos como un gato mientras canta Cats, esa abuela que ve a su nieta salir a bailar al son de Ragtime, toda esa gente a punto de romperse las palmas aplaudiendo, porque, sí, «todos deberíamos recibir una ovación al menos una vez en nuestra vida», y esa es una de las mejores cosas de este musical participativo: ver a personas como usted, como yo, como sus vecinos, recogiendo la ovación de su vida. Y no solos. Ríanse de la euforia colectiva de Alemania ganando el Mundial.
Ya ven lo ñoña que estoy. No me hagan mucho caso. También soy una conversa de los musicales, y ya saben que los conversos son los peores.

En la imagen, de Phil Stern, yo misma, con Irving Berlin a mi derecha y mi querido Cole Porter a mi izquierda (algún día, y este es un proyecto que arrastro hace años, haré una adaptación de las letras de Cole Porter). No me pregunten por el de la derecha del todo, que ese es el típico Mocito Feliz que se cuela en todas las fotos.

Ah. Otra cosa. Los del Caixaforum se están cubriendo de gloria (qué raro suena decirlo sin ironía) con la programación este verano. En Barcelona, los que puedan, no deberían perderse a Marta y Micó el 13 de agosto. Yo no lo haría.
  

martes, 8 de julio de 2014

El Salto

Tenía que pasar.
Toda la vida escribiendo literatura infantil y juvenil (LIJ), gano un premio "de adultos" y aparece lo de "El Salto". Cuando tengo ocasión, lo preciso: "solo admito que me digas El Salto si hablamos de un salto lateral", digo a una periodista muy simpática.
Les confesaré que para mí, más que un salto, esto de escribir para adultos ha sido un hacer la croqueta (ya conocen mi fijación), un dejarse llevar pendiente abajo. No obstante, quienes hayan hecho la croqueta por un prado sabrán que no es tan bonito como lo pintan, que por el camino uno va tropezando con piedrecitas, bichos y socavones inesperados, que al principio cuesta coger velocidad y que cuando por fin la coges, temes no poder parar, y gritas más de miedo que de contento, aunque al final, cuando has llegado, ¿quién lo distingue? En cualquier caso, hacer la croqueta es ir cuesta abajo; nada que ver con los duros ascensos, escalada extrema a veces, que supone escribir LIJ.
¿Que si voy a seguir escribiendo para niños? ¿Para jóvenes? ¿Para adultos? Probablemente esa no sea la cuestión. La cuestión la centra mejor Isaac Bashevis Singer, como bien nos recuerda Ana Garralón:
Bashevis Singer, en su inolvidable texto ¿Son los niños los mejores críticos literarios? decía que, cuando se sienta a escribir, primero tiene que tener un tema o un asunto real, después tiene que tener un fuerte deseo por escribir una historia y, por último, debe tener la convicción de ser el único capaz de escribir esa historia en particular. Y dice: "Tiene que ser mi historia. Deberá expresar mi individualidad, mi carácter, mi manera de ver el mundo. Si esas tres condiciones están presentes, escribiré un cuento. Y es lo mismo si escribo para niños o para adultos".
Les dejo. Tengo un fuerte deseo de escribir una historia. Ahora mismo, cuesta arriba.

Sobre la imagen: Ya perdonarán. Creo que por primera vez en la pequeña historia de este blog, repito foto, de Fernando Sancho. Pero no me negarán que era perfecta para la ocasión. Y además, y sobre todo, es que vuelvo a estar de vacaqué y les repito un verano más todo lo que les sermoneé aquellas vacaqués (salvo lo de Suiza; este año Suiza, como la mayoría, la he visto en la prensa y paren ustedes de contar). No olviden lo de bailar.