Llego sola la noche del domingo al mismo hotel de Málaga donde hace tiempo alguien me besó. La habitación huele a tabaco y duermo mal.
A las siete de la mañana, dejo de intentar dormir y me pongo en pie. Me llevan a un colegio en Marbella y se produce el bailecito habitual. El jefe de estudios adelanta la mano para saludarme y yo me acerco para darle un beso, entonces él se acerca a mí pero yo ya me he echado hacia atrás y he extendido la mano. Al final, entre risas, hacemos las dos cosas: nos damos la mano y dos besos. De allí vamos a otro colegio a Estepona, y de Estepona a Granada.
La habitación del hotel de Granada también huele a tabaco. No quiero pasar otra noche sin dormir y bajo a recepción a pedir que me la cambien. La 225 también apesta a tabaco, pero me digo que no, que será que estoy obsesionada. Horas después, cuando sigo sin dormir, abro la ventana y veo, en el tejadillo que hay debajo, decenas de colillas. Si son cigarrillos de después, quien ha ocupado la habitación antes de mí era Strauss-Kahn. Además del olor a tabaco, de alguna manera han conseguido dejar flotando una densa
tristitia. Así no hay quien duerma.
Siete sesiones ante niños o jóvenes, casi de cien en cien me esperan al día siguiente. Me esfuerzo en recordar que, para cada niño, para cada joven, es la primera. En una de ellas, al final del encuentro, la profesora me acerca a un niño en silla de ruedas. No sé qué le pasa, quizá algo parecido a Stephen Hawking. La profesora dice al niño: "Ya le puedes contar a tu madre que has estado muy cerca de una escritora". Yo le aprieto el brazo. "Ya le puedes contar que te ha cogido el brazo", dice entonces la profesora. El niño sonríe, con una sonrisa de bebé grande. Yo le doy un beso, dos. El segundo beso, el que doy en la mejilla que tenía inclinada, me llena de babas la cara. No me quiero limpiar, pero en ese momento se me acerca otro profesor para darme dos besos. Le doy un segundo beso falso, como si Naty Abascal besara a Carmen Lomana. Cuando salgo al pasillo, me paso la mano por la mejilla.
Ya en el hotel, leo correos de editoras educadas que acaban con "un beso" sus mensajes. Yo sé que en el fondo querrían despedirse con "un latigazo" porque tengo que entregar ya esos cómics de entrada de trimestre para los libros de Lengua. Pero no puedo con mi alma.
Por lo menos, sé que hoy dormiré. Por la mañana, en un colegio de Almanjáyar, Marina, una alumna de 1º de la ESO, me cantó una nana (pueden ver eso y mi cara de sueño
aquí, en el minuto 16:50). Y al llegar al hotel, le dije al hombre de recepción que lamentaba actuar como
la princesa del guisante pero que necesitaba cambiar de nuevo de habitación.
Al día siguiente, en el instituto de Motril, nada más bajar del coche, oímos a los adolescentes rugir mi nombre. Son inteligentes, inquietos, me hacen preguntas con doble sentido antes de averiguar que no me asusto de nada. Les digo que todos necesitamos a alguien que nos quiera y el grupito de malotes del fondo hace "uuuh". Especialmente ellos. ¿No es su actitud un desesperado intento de reclamar atención? Cuando acaba la charla, quieren que les firme los libros. Se ponen todos en fila. Los que no tienen libro, quieren que les firme un papel. El primero al que le firmo, se agacha para que le dé dos besos. Se los doy. El grupito grita: "uuuuh". Pero a partir de ahí, todos repiten el ritual: firma y besos, firma y besos, firma y besos. No me había pasado nunca. Yo espero a que sean ellos los que se inclinen. No quiero que nadie se sienta obligado a que nos besemos. Hay solo tres o cuatro que no se agachan, y me quedo con la sensación de que no lo hacen por timidez. Tiene razón Fernando J. López, "lo mejor de escribir, sin duda, es
esto".
A Juan Carlos, que me lleva hasta el aeropuerto en coche, ni lo beso porque si no, se me escapa el avión y por nada del mundo quisiera perderme el beso que quiero dar a mi hijo cuando llegue a casa. Aún tengo que coger además un tren para eso.
Cuando por fin llego a casa, debería abrir el ordenador porque a los cómics se han sumado una traducción que debo revisar y un índice, pero me encuentro mal y solo soy capaz de tomarme un mañocao delante de la tele. En
Quién quiere casarse con mi hijo, el niño rico de Marbella está besando, o siendo besado, por una pretendienta.
El jueves conduzco hasta Huesca y estoy con más niños, y niñas, y profes, y ardillas, y de ahí a la asociación, y de la asociación a la reunión del cole, y de la reunión al médico con el niño, y del médico a la cama.
Hoy beso el termómetro y compruebo que tengo fiebre.
Releo el libro de poemas que presentaré mañana, sábado, en
Los portadores de sueños, a las 13:30. Hay muchos besos en
La chica del verano, de Enrique Cebrián.
“Los jueves asaltábamos farmacias / a punta de navaja. / Podíamos haberlo hecho cualquier día, / pero ambos acordamos que los jueves / eran maravillosos / para asaltar farmacias y veleros / —y también heladerías— / y besarnos despacio / bajo tantas palmeras”, leo en
La chica del verano.
Sonrío porque algo sé de besos, y farmacias, y heladerías, y palmeras. De veleros, no.
Y me tomo otro ibuprofeno.
En la imagen:
yo, besando, por fin, tras unos días fuera, a mi queridísimo hijo.