¿Saben ese estar triste sin saber por qué? Solía poseernos a los quince años, o en otoño. Es ese sentimiento que clavó Ángel González en su poema A veces, en octubre, es lo que pasa: “Cuando nada sucede, / y el verano se ha ido, / y las hojas comienzan a caer de los árboles (…) entonces, / ya se sabe, / es lo que pasa: esas hojas, los pájaros, las nubes, / las palabras dispersas y los ríos, / nos llenan de inquietud súbitamente / y de desesperanza”. El poeta, tan sabio, acababa diagnosticando: “No busquéis el motivo en vuestros corazones. / Tan solo es lo que dije: / lo que pasa”.
Claro que eso era cuando buscábamos el motivo en nuestros corazones y no nos dábamos de bruces con él en las noticias, en el rellano de casa o en el propio buzón. Pero ahora estamos en crisis. En crisis… Cuánto mejor sería decir que estamos “en octubre”. Poesía es lo que nos hace falta.
Miren, yo no entiendo nada: ni la prima de riesgo, ni lo del rescate, ni lo del banco malo… Solo sé que el banco que veo desde mi ventana no es un buen lugar donde dormir, y alguien lo hace a diario. Me esfuerzo por comprender este nuevo esperanto que son los gráficos de la Bolsa, devoré Simiocracia, leo aquí y allá, no me pierdo ese prodigio pedagógico que es Salvados… y a veces creo encontrar una explicación. Pero entonces me invade la sospecha. Y es que, como decía Sánchez Ferlosio, lo más sospechoso de las soluciones, y de las explicaciones, y de las respuestas, es que se las encuentra siempre que se quiere. Creo que a estas respuestas se refería Javier Cercas cuando dijo el otro día en Zaragoza que la primera obligación de una persona que piensa es proteger a las preguntas de las respuestas.
Lo que sucede es que las respuestas son abrigo, y octubre no es buena época para estar a la intemperie. Yo sí quiero respuestas, pero no las del político de turno ni las del analista financiero. Tampoco me vale esa razón bíblica tan terrible, esa del castigo por haber vivido por encima de nuestras posibilidades. Lo que necesito es una razón poética para este octubre. Decía María Zambrano que la poesía es respuesta, mientras que la filosofía es pregunta, y que las respuestas hacen al mundo mucho más amable y más seguro. Ya lo creo, María; lo veo en los ojos de mi hijo cada vez que se asoma al abismo de una pregunta apoyado en la valla de una respuesta, aunque esta a veces solo pueda ser “es lo que pasa”.
Me dirán que qué valor tiene la razón poética, si de poesía no se come. Pues por eso mismo. Maldigo este mundo en el que hemos puesto a la economía en el lugar de quien da las únicas respuestas. Este octubre necesitamos el abrigo de la poesía. Búsquenlo, y si encuentran un verso mejor, cuéntenmelo.
Este texto fue publicado en Heraldo de Aragón el 28 de octubre de 2012.
La imagen es de José Manuel Navia, porque no solo con palabras se hace poesía.
lunes, 29 de octubre de 2012
jueves, 25 de octubre de 2012
Frágil
Mi hijo va a gimnasia artística, aunque si se lo dijeras te corregiría inmediatemente y diría: "deportiva, gimnasia deportiva". Anteayer se cayó haciendo el pino y se hizo daño en el cuello. Ayer no quería ir.
Insistió y lloró tanto que le dije, rendida:
-Muy bien, pues te desapunto y ya no vas más.
Pero entonces fue peor. Su llanto arreció y me gritó entre lágrimas:
-¿Ah, sí? ¿Y si te quito yo a ti de escritora, eh? ¿Qué te parecería? Porque como, total, te pones tan triste cuando recibes un mensaje de alguien que no le ha gustado la columna o la novela o lo que sea, ¿eh? ¿A que llamo a Paloma o como se llame tu jefa y le digo que ya no vas a escribir más? ¿Eh?
Así es, señoras y señores. El ego de los escritores es como las espinas de las rosas, cuestión de supervivencia, porque si algo somos, por encima de todo, es delicados, y por eso nos defendemos como podemos. Nos creemos terribles con nuestras espinas... Y aun así hay días en que se nos enternecen las espinas y nos despertamos llorando y gritamos muy dramáticamente "nunca más" sabiendo en el fondo que somos incapaces de dejarlo. ¿Qué otra cosa podríamos hacer sino escribir?
Mejor aún que tener espinas es tener principitos.
lunes, 22 de octubre de 2012
Dos citas
Un poco de agenda rapidita, que me ahogo en plazos de entrega.
¿Nos vemos el miércoles? El Justin Bieber de la literatura juvenil -por lo horriblemente joven, por lo guapo, por lo exitoso- Javier Ruescas presenta su novela Play en Zaragoza. Yo pienso embadurnarme de crema antiarrugas, ponerme el traje de fan y acudir cual groupie desbocada, que además lo presenta David Lozano (Davidlozano, ¡estás en wikipedia!; Davidlozano, no olvides traerme las llaves de mi mansión). El 24 de octubre, a las 19:00 en la Casa del Libro en Zaragoza (C/ San Miguel, 4).
Y el viernes... ¿Quieren ver libros bonitos? ¿Y verme hacer el ridículo? Lo pueden hacer por el mismo precio (o sea, gratis) en la puesta de largo de ediciones sinPretensiones. Ahí estaremos, interpretando un guión de Daniel Nesquens, Mariano Lasheras -"peazo" actor y cuarto y mitad de Los Navegantes- y yo, que una vez hice de Cleopatra en una obra de teatro y me abuchearon, y que me he cortado el pelo a lo garçon. Pero no vayan por eso, vayan por los libros, que son tres joyas, y porque estarán sus autores, y sus editores, que son los mismos y dos más. Vayan por Nesquens, por Elisa Arguilé, por Alberto Gamón, por Ana Lóbez, por Chus Juste y por Julia Millán (Julia, mira que eres guay, que hay que enlazarte con Jot Down). O vayan por las croquetas, o por lo que vaya a contar Félix Albo. ¡Pero vayan! ¡Por Dios! El 26 de octubre, a las 19:30 en el antiguo Centro Mercantil de Zaragoza (C/ Coso 29).
¡Nos vemos!
En la imagen: logotipo de sinPretensiones
martes, 16 de octubre de 2012
Seda
Cuando mueve la caja, la siente vacía. Ya no pesa como cuando la sacó del altillo, hace cosa de una semana. Poco a poco volverá a llenarse de cáñamo, algodón, terciopelo, plata…
Seda. Lo ha dejado para lo último, para que no se arrugue. Lo extiende ante los ojos y recuerda que su primer mantón no era así, sino de algodón. Rosas fucsias estampadas con hojitas verdes. Su segundo mantón ya fue de raso, negro, con bordados de colorines, un mantón donde irse a vivir, con sus rosas púrpuras, sus pájaros tropicales, sus pagodas chinas, un paraíso más cerca del Pacífico que de los Monegros. El mantón que ahora tiene en las manos es de seda blanca con bordados blancos. Casi hay que adivinar los dibujos, de nuevo las rosas, pero ni pájaros ni pagodas ni colorines. Le gusta pensar que, más que ganar en discreción, ha ganado en sutileza.
Hace inventario de los desperfectos. Con los años también ha aprendido a que no le hagan tanto duelo los daños. Hoy esas cicatrices del mantón son como un álbum de recuerdos: aquella quemadura de cigarro, de cuando fumaba; esa mancha que no hay forma de que se vaya, en un pétalo; aquel enganchón por donde se deshilacha una rosa desde que se le trabó el broche de la cría… Por eso cuando se da cuenta de que faltan unos flecos ya apenas se altera. También el pelo encanece y se cae.
Antes de guardar el mantón definitivamente, no puede resistir el impulso de echárselo sobre los hombros. Aprovecha ese abrazo de despedida para sentir una vez más su tacto de seda. Por fin lo pliega y lo deja en la caja con amor, como si la caja fuera una urna y el mantón, Blancanieves.
Sube de nuevo la caja al altillo y la empuja hacia el fondo. Al hacerlo, suena un choque sordo en la caja de al lado, la que contiene las bolas de Navidad.
Cuando echa el pie en el suelo, sonríe sin saber muy bien por qué. Quizá sea porque guardar todo aquello, atesorarlo hasta el año que viene, es echar a rodar la esperanza, fingir una imposible certeza: la de que el año que viene ella y los suyos, y las fiestas, volverán a estar ahí; es lo más posible. Sí, seguramente es por eso que sonríe, porque mientras cerraba la puerta del armario se ha dicho: “Bah, quién quiere vivir en un paraíso cerca del Pacífico. Aquí no tendremos océano, pero tampoco tenemos tsunamis”, recordando esa película que acaba de escupirle su propia fragilidad. “Aquí Lo imposible es imposible”, sentencia.
Cosa más bonica y delicada… los mantones, la vida. Como para no aprovecharla. Como para no llenarla de cicatrices.
Texto publicado en Heraldo el domingo, 14 de octubre de 2012.
lunes, 1 de octubre de 2012
Hacer y deshacer la cama
No siempre me hago la cama. Cuando voy de invitada sí, y entonces dejo la puerta del cuarto abierta de par en par, toda orgullosa. El lujo está concebido para mostrarlo, y hacer la cama es la más lujosa de las tareas del hogar, porque no es estrictamente necesaria. Lo demás sí. Si no friegas los platos, llegará el momento en que te quedarás sin tazas. Si no planchas, te quedarás sin camisas. Si no cocinas, te quedarás en los huesos. Pero la cama… Hacerla para deshacerla, a diario, como Sísifo, que fue castigado a empujar hasta lo alto de una montaña una pesadísima piedra que, ya a punto de alcanzar la cima, rodaba colina abajo; y vuelta a empezar, día tras día, una tarea inútil a cadena perpetua. Las sábanas bajeras ajustables y los edredones que se estiran y listo hacen más llevadera la cuestión. La roca ya no es de granito sino de cartón piedra, pero hacer la cama sigue siendo la versión doméstica del mito de Sísifo.
Y sin embargo, qué maravilla encontrarse la cama hecha. Una cama hecha es como un cuento, una perfecta ilusión de orden. No sé entonces a qué viene esa mala fama de “hacer la cama a alguien”, “trabajar en secreto para perjudicarlo” según el diccionario. Pues a mí me encanta que me hagan la cama, al menos literalmente. Me parece un acto de amor absoluto que no puede generar sino correspondencia. Amo a las camareras de hotel que estiran esas sábanas frescas y las entremeten a conciencia obligándote a descerrajar la cama; amo a mi hijo cuando me raspo los nudillos con la pared al hacer su cama; me llena de amor propio llegar por la noche a mi cama y encontrármela hecha los días en que pierde mi pereza y gana mi dignidad. La forma más clásica de hacer el amor es en la cama, pero la forma más básica de demostrar amor es hacer la cama.
Ahora se ha puesto de moda la trilogía erótica de Cincuenta sombras. Millones de lectoras fantasean con los jueguecitos sadomasoquistas de Grey y Anastasia mientras millones de maridos de lectoras se preguntan si deberían ir a por unas esposas. Pero es todo mucho más sencillo. No tienen más que fijarse en qué hace el marido de E.L. James, la autora de la trilogía. Y lo que hace es, menos la colada, todas las demás tareas domésticas. Mientras su señora deshace literariamente las camas, él estira las sábanas, levanta levemente el colchón, desliza los extremos de la funda nórdica, ahueca las almohadas, dobla un pijama y un camisón que seguramente no es de seda y de encaje sino de algodón. Es todo mucho más sencillo, tan sencillo como que para deshacer la cama, antes tiene que estar hecha.
¿Quieren hacer el amor? Déjense de esposas, látigos y zarandajas. Hagan la cama, señores. Y si gustan, dejen estas líneas sobre el embozo.
Este texto se publicó en Heraldo de Aragón el 30 de septiembre de 2012, y aunque esta vez apareció atribuido a mí, también tuvo su aquel. Pero eso lo cuento mañana, o pasado.
Imagen: Unmade bed, de Imogen Cunningham.
Y sin embargo, qué maravilla encontrarse la cama hecha. Una cama hecha es como un cuento, una perfecta ilusión de orden. No sé entonces a qué viene esa mala fama de “hacer la cama a alguien”, “trabajar en secreto para perjudicarlo” según el diccionario. Pues a mí me encanta que me hagan la cama, al menos literalmente. Me parece un acto de amor absoluto que no puede generar sino correspondencia. Amo a las camareras de hotel que estiran esas sábanas frescas y las entremeten a conciencia obligándote a descerrajar la cama; amo a mi hijo cuando me raspo los nudillos con la pared al hacer su cama; me llena de amor propio llegar por la noche a mi cama y encontrármela hecha los días en que pierde mi pereza y gana mi dignidad. La forma más clásica de hacer el amor es en la cama, pero la forma más básica de demostrar amor es hacer la cama.
Ahora se ha puesto de moda la trilogía erótica de Cincuenta sombras. Millones de lectoras fantasean con los jueguecitos sadomasoquistas de Grey y Anastasia mientras millones de maridos de lectoras se preguntan si deberían ir a por unas esposas. Pero es todo mucho más sencillo. No tienen más que fijarse en qué hace el marido de E.L. James, la autora de la trilogía. Y lo que hace es, menos la colada, todas las demás tareas domésticas. Mientras su señora deshace literariamente las camas, él estira las sábanas, levanta levemente el colchón, desliza los extremos de la funda nórdica, ahueca las almohadas, dobla un pijama y un camisón que seguramente no es de seda y de encaje sino de algodón. Es todo mucho más sencillo, tan sencillo como que para deshacer la cama, antes tiene que estar hecha.
¿Quieren hacer el amor? Déjense de esposas, látigos y zarandajas. Hagan la cama, señores. Y si gustan, dejen estas líneas sobre el embozo.
Este texto se publicó en Heraldo de Aragón el 30 de septiembre de 2012, y aunque esta vez apareció atribuido a mí, también tuvo su aquel. Pero eso lo cuento mañana, o pasado.
Imagen: Unmade bed, de Imogen Cunningham.
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