[Les recomiendo que me lean con esto de fondo. Se titula "Have Yourself A Merry Little Ración de Papas Bravas".]
Hay palabras que viven bajo una catarata. Sufren un desgaste que las deja reducidas a migajas. "Feliz Navidad", por ejemplo.
¿Qué queda de felicidad, qué de Navidad en este sintagma? Y ahí estamos todos año tras año, esforzándonos por deserosionarlo, por restaurar su significado, por insuflarle contenido, por resultar ingeniosos, novedosos, sinceros.
Este año me rindo. Prefiero inventar un nuevo sintagma. ¿"Feliz Navidad"? Mejor "desliz familiar". "Miel y cismas" (en inglés). "Frígida vaina" (en alemán). "Payés novel" (en francés).
Daré un paso más. "Papas bravas". ¡Papas bravas!
Si total, lo único que quiero es que les llegue una generosa ración de calor real, de alegría, el humear, el tabasco, el soplido, la esperanza, el compartir, los tenedores que se entrechocan, el rebañar, y las exclamaciones.
¡¡Papas bravas!!
En la imagen: yo. No soy muy de poner fotos mías, pero esta es una felicitación personal y en esta foto estaba diciendo "pa-ta-ta brava" y se ve esa sonrisa que me traje del Himalaya y que han hecho crecer y crecer durante este prodigioso año, esa sonrisa que pienso esforzarme en mantener, alimentar y contagiarles durante todo el 2012 y lo que me echen. Y además, la foto me la hizo él.
¡¡¡Papas bravas!!!
martes, 20 de diciembre de 2011
lunes, 19 de diciembre de 2011
Pelos en la lengua
[Siguiendo con el giro peluqueril que está tomando mi obra, tras "Pelos en las orejas", llega ahora mi columna "Pelos en la lengua". No quieran saber cuál será la próxima.]
Cuando digo que no tengo pelos en la lengua, miento. Tengo. Una alfombra tupida. Lo que pasa es que me depilo, para ejercer de columnista incisiva y eso.
Hay personas que nacen con pelos en la lengua y otras que no. A las primeras, las palabras se les demoran un rato antes de salir. En ese tiempo fugaz, el propietario de una lengua peluda hace una supersónica evaluación de riesgos. Calcula si las palabras que va a decir causarán algún perjuicio y, si es preciso, las riza antes de soltarlas. Así, si trabaja para la Casa Real, le salen palabras tirabuzones como “cese temporal de la convivencia matrimonial” o “comportamiento no ejemplar”. Si estima que sus palabras herirán a quien le escucha, se las traga. A veces, los propietarios de lenguas peludas tienen tal atasco de palabras no dichas que un mal día las vomitan todas y se arma la de San Quintín. Son auténticas bombas de relojería las personas con pelos en la lengua.
Las otras, las que no tienen pelos en la lengua, lo suelen llevar a gala. Presumen de decir todo –y en ese “todo” caben un sinfín de lindezas– sin tapujos con el mismo orgullo con que los miembros de la Asociación Nacional de Rifle empuñan sus escopetas. Quienes no tienen pelos en la lengua disparan las palabras a bocajarro.
Y luego, de vez en cuando, como nos encanta hacernos pasar por lo que no somos, los que tienen pelos en la lengua se depilan, y los que no, se ponen postizos.
Eso, un postizo para la lengua y no matasuegras deberían incluir en esas bolsas para las fiestas. Yo que ustedes empezaría ya a dejarme crecer el pelo o me haría con un postizo lingüístico, o un esparadrapo. No se trata de decir en la cena de Nochebuena, pongamos, a su padre, que esa historia ya la ha contado más de veinte veces, o a su madre, que no hace falta que llene todos los silencios, o a su cuñado, sigamos poniendo, que es un pesado, o a su hermana, que hay animales salvajes más sensatos que ella. Ni les cuento de sus suegros. Piensen que hasta eso –las historias repetidas hasta el hartazgo, los tics desquiciantes, las ideas de bombero– hasta eso echarían de menos de ellos si alguno faltara en su mesa.
Háganme caso. Estos días tengan pelos en la lengua. Evalúen los riesgos. Tengan la fiesta en paz. Así podrán decir, como una de las hijas de Isabel Preysler: “¿Las navidades? En familia. Pero tranquilas.”
(Si además de pelos en la lengua, tienen corazón, hagan hueco en su mesa para esta pobre columnista que acaba de ganarse que la expulsen de la cena de Nochebuena.)
Esta columna apareció publicada en el Heraldo el 19 de diciembre de 2011. Desde entonces, no he logrado hablar con mi padre. Y mira que lo he intentado. Quería que me contara aquella historia por vigesimoprimera vez. Pero ya ven. Creo que estoy castigada.
Se admiten invitaciones en los comentarios.
En la imagen: un hombre sin pelos en la lengua.
Cuando digo que no tengo pelos en la lengua, miento. Tengo. Una alfombra tupida. Lo que pasa es que me depilo, para ejercer de columnista incisiva y eso.
Hay personas que nacen con pelos en la lengua y otras que no. A las primeras, las palabras se les demoran un rato antes de salir. En ese tiempo fugaz, el propietario de una lengua peluda hace una supersónica evaluación de riesgos. Calcula si las palabras que va a decir causarán algún perjuicio y, si es preciso, las riza antes de soltarlas. Así, si trabaja para la Casa Real, le salen palabras tirabuzones como “cese temporal de la convivencia matrimonial” o “comportamiento no ejemplar”. Si estima que sus palabras herirán a quien le escucha, se las traga. A veces, los propietarios de lenguas peludas tienen tal atasco de palabras no dichas que un mal día las vomitan todas y se arma la de San Quintín. Son auténticas bombas de relojería las personas con pelos en la lengua.
Las otras, las que no tienen pelos en la lengua, lo suelen llevar a gala. Presumen de decir todo –y en ese “todo” caben un sinfín de lindezas– sin tapujos con el mismo orgullo con que los miembros de la Asociación Nacional de Rifle empuñan sus escopetas. Quienes no tienen pelos en la lengua disparan las palabras a bocajarro.
Y luego, de vez en cuando, como nos encanta hacernos pasar por lo que no somos, los que tienen pelos en la lengua se depilan, y los que no, se ponen postizos.
Eso, un postizo para la lengua y no matasuegras deberían incluir en esas bolsas para las fiestas. Yo que ustedes empezaría ya a dejarme crecer el pelo o me haría con un postizo lingüístico, o un esparadrapo. No se trata de decir en la cena de Nochebuena, pongamos, a su padre, que esa historia ya la ha contado más de veinte veces, o a su madre, que no hace falta que llene todos los silencios, o a su cuñado, sigamos poniendo, que es un pesado, o a su hermana, que hay animales salvajes más sensatos que ella. Ni les cuento de sus suegros. Piensen que hasta eso –las historias repetidas hasta el hartazgo, los tics desquiciantes, las ideas de bombero– hasta eso echarían de menos de ellos si alguno faltara en su mesa.
Háganme caso. Estos días tengan pelos en la lengua. Evalúen los riesgos. Tengan la fiesta en paz. Así podrán decir, como una de las hijas de Isabel Preysler: “¿Las navidades? En familia. Pero tranquilas.”
(Si además de pelos en la lengua, tienen corazón, hagan hueco en su mesa para esta pobre columnista que acaba de ganarse que la expulsen de la cena de Nochebuena.)
Esta columna apareció publicada en el Heraldo el 19 de diciembre de 2011. Desde entonces, no he logrado hablar con mi padre. Y mira que lo he intentado. Quería que me contara aquella historia por vigesimoprimera vez. Pero ya ven. Creo que estoy castigada.
Se admiten invitaciones en los comentarios.
En la imagen: un hombre sin pelos en la lengua.
viernes, 16 de diciembre de 2011
Lo real
[Aviso: esta entrada también parece una película de Frank Capra. Si son más bien Mr. Scrooge o si necesitan una palangana virtual cada vez que leen una terneza, no sigan leyendo. O vayan a por la palangana.]
Ayer vi "Kiseki" en el FICC. "Kiseki" significa milagro en japonés. La película habla de deseos que se cumplen aun cuando no se cumplen, aun cuando no hay milagro. Es como un cuento de hadas sin hadas. Te deja ese poso de satisfacción, íntima alegría y orden que da un cuento (los cuentos fantásticos están para ordenar el mundo), pero todo todo sucede sin arte de magia, por arte de realidad y fuerza de la alegría, la bondad, la voluntad y la esperanza de las personas.
(Palangana.)
"Kiseki" fue el colofón perfecto para un día Kiseki. Un día milagro. De esos días, y no son tantos en la vida (yo recuerdo seis), en los que bailas entre la sensación de irrealidad y la poderosa consciencia de estar viviendo algo absolutamente excepcional. Ayer participé en los encuentros del Premio Hache en Cartagena, como finalista. Los premios los suele dar un jurado, y este también. Pero, frente a la aristocracia de los jurados literarios, este es un premio democrático. El jurado lo componen los lectores, miles de lectores. "Tú lees, tú decides". Como debería ser.
No abulto mucho. Y ya, en un imponente Paraninfo y ante 600 adolescentes, no se hacen idea de lo pequeña que resulto. Pero hay cosas que te ensanchan. Como que una chica marroquí te dé las gracias porque -me dijo-: "aunque no entiendo bien tu idioma, este libro sí lo he entendido". O que un chico, un tiarrón guapo de unos catorce años, te diga: "Me ha encantado tu libro porque he estado enamorado y es como lo que cuentas". O que una chica te diga... No te diga apenas, porque se echa a llorar, y te pide un abrazo. Y se lo das pensando: ¿pero quién soy yo?
(Pañuelo.)
Este blog empezó hablando de premios y princesas. Durante un tiempo estuvo centrado en la realeza. Hoy este blog se muda a la casa de al lado, al lugar donde quiero vivir: los premios, claro, y lo real, solo que este "real" no tiene que ver con la realeza sino con la realidad, y con los milagros que se hacen por arte de la alegría, la bondad, el saber hacer y la esperanza de personas como Alberto Soler, Patricio Hernández o Miguel Villora.
Me regalaron una camiseta del premio Mandarache, el hermano mayor del premio Hache. En la camiseta dice: "La verdad está en los números pero el secreto en las palabras"*. Yo soy muy de secretos, pero esto he querido contarlo porque no debería serlo. Debería ser un secreto a voces. Debería ocupar quince minutos de Informe Semanal, para que todo el mundo sepa que en Cartagena hay gladiadores que pelean a muerte por defender la candidatura de un libro, hay miles de jóvenes que leen y que reciben a los escritores como si fueran lady Gaga y hay cuentos de hadas sin hadas ni princesas que empiezan leyendo y acaban entre abrazos y lágrimas de emoción diciendo: "Y fueron felices y comieron caldero".
Un último secreto, que ya vale por hoy. En Cartagena compré el número que va a salir premiado con el Gordo. Es el 07413. Luego no digan que no avisé. De todas maneras, la felicidad es casi gratis. Ayer vi "Kiseki" gratis, me dieron abrazos gratis, me reí gratis, repartí y recibí cariño gratis...
En la imagen (y retomando nuestro lema "a lo sesudo por lo baladí"): una lectora y Alberto Soler me besan, y yo, en el centro, ya me siento ganadora. (A Alberto ayer unos jóvenes lectores, unos jóvenes jurados, le dijeron que era igualito a Jorge Javier Vázquez, pero en guapo. Él hoy también flota en una nube de felicidad.)
*Esta frase -debe saberse, y querrán saberlo- es del poeta Alberto Soler.
lunes, 5 de diciembre de 2011
Pelos en las orejas
Ahora que se nos ha ido el moreno, ese barniz que nos hace parecer más felices y más guapos, llega esta cruda luz invernal a iluminar nuestras miserias: las legañas, las arrugas, las ojeras, los pelos en las orejas…
Imaginen que tienen pelos en la orejas y nadie se lo advierte con delicadeza, nadie le recorta esos pelos con mimo. “Quienes tienen pelos en las orejas son personas que no tienen quien las quiera.” Me lo dijo mi prima, y desde que lo hizo no puedo evitar que me arrase la melancolía cada vez que veo a un abuelo (suelen ser abuelos) luciendo escobillas en las orejas. (Igual los jóvenes también tienen pelos en las orejas; igual por eso se las tapan con auriculares.) Ganas me dan de llevar unas tijeritas en el bolso e ir cortando pelos. Yo soy muy de querer.
Debería ser esta luz misericordiosa, la del querer, la que matizara nuestra visión de las imperfecciones familiares. Olvídense del ácido hialurónico y del colágeno hidrolizado. Confíen en la cosmética del amor, y aplíquenla sobre las arrugas, ojeras y demás de quienes ahora mismo comparten su mesa del desayuno. Al fin y al cabo, no son tantas las legañas que nos es dado ver en la vida, y lo peor que nos puede pasar es que las únicas legañas que veamos sean las nuestras en el espejo, o en nuestro reflejo en el ordenador, en ese breve limbo entre el apagado y el encendido que nos enfrenta por un instante a nosotros mismos antes de ser condenados a una vida virtual. Lo advierto: ahora que nuestros amigos son virtuales, nuestras sonrisas, paréntesis, y nuestros besos, más cortos, apenas “bs”, como nos descuidemos, acabaremos barriendo el suelo con los pelos de las orejas.
Por eso, ahora que hace frío, busquen y emanen calor. Lleven una vida imperfecta y real. Miren esas legañas con cariño. Honren esas arrugas, porque igual están ahí por su causa. Déjense cortar los pelos de las orejas. “Desvirtualicen”, que es como se dice cuando por fin se conoce en persona a quien hasta entonces solo se había leído.
Si quieren desvirtualizarme a mí, les espero hoy, vendiendo, en la plaza de Los Sitios de Zaragoza, en el mercadillo contra el cáncer. Vengan. Será bonito. Sentirán el calor que da practicar otra forma de querer. Se llevarán un libro, o una vela, o una bola; y yo, una alegría. Llevaré una bufanda roja. Si me ven, tóquense la oreja. Será nuestra señal. Será como decir: “Te leí”. Yo les sacaré la lengua. Será mi forma de decir: “Gracias”. Y además comprobarán, si no lo han hecho ya, que no tengo pelos. En la lengua.
Esta columna apareció publicada ayer en el Heraldo. Fue bonito, bonito de verdad. Y emocionante. Al mercadillo vino gente conocida y desconocida que se tocó la oreja. Yo les saqué la lengua. Creo que también saqué la lengua a una señora a la que le picaba la oreja, porque me miró muy raro. Pero además pasó una cosa...
Una pareja se paró a cierta distancia de mi caseta. La señora, que se tapaba las orejas con un sombrero, se llevó la mano hacia la oreja y yo le saqué la lengua sonriendo. Entonces ella se acercó y a mí se me congeló la sonrisa al oír sus primeras palabras: "Somos los padres de Félix Romeo". Lo siguiente fueron lágrimas.
Las líneas con las que emborrono el Heraldo un domingo sí y uno no aparecen donde antes estaba la columna de Félix Romeo. Esa mujer no tendría que haber leído mi columna, no tendría que haberse tocado una oreja; ese domingo tendría que haber leído lo que escribía su hijo, y sentir el calor que emanaba su hijo.
Solo supe darle un beso. Qué piel tan suave tiene la madre de Félix Romeo. Fue triste, pero también fue bonito. Me gustó mucho que vinieran. Siempre me faltan las palabras cuando quiero dar las gracias.
Y todo esto me lleva de nuevo aquí.
No pienso quitarme la bufanda roja hasta el 11 de diciembre por la noche. Sigo esperándoles.
En la imagen, pelos en una oreja. Bueno, niños en una biblioteca como si lo fueran (Bibliothèque d'enfants de Martine Franck).
Imaginen que tienen pelos en la orejas y nadie se lo advierte con delicadeza, nadie le recorta esos pelos con mimo. “Quienes tienen pelos en las orejas son personas que no tienen quien las quiera.” Me lo dijo mi prima, y desde que lo hizo no puedo evitar que me arrase la melancolía cada vez que veo a un abuelo (suelen ser abuelos) luciendo escobillas en las orejas. (Igual los jóvenes también tienen pelos en las orejas; igual por eso se las tapan con auriculares.) Ganas me dan de llevar unas tijeritas en el bolso e ir cortando pelos. Yo soy muy de querer.
Debería ser esta luz misericordiosa, la del querer, la que matizara nuestra visión de las imperfecciones familiares. Olvídense del ácido hialurónico y del colágeno hidrolizado. Confíen en la cosmética del amor, y aplíquenla sobre las arrugas, ojeras y demás de quienes ahora mismo comparten su mesa del desayuno. Al fin y al cabo, no son tantas las legañas que nos es dado ver en la vida, y lo peor que nos puede pasar es que las únicas legañas que veamos sean las nuestras en el espejo, o en nuestro reflejo en el ordenador, en ese breve limbo entre el apagado y el encendido que nos enfrenta por un instante a nosotros mismos antes de ser condenados a una vida virtual. Lo advierto: ahora que nuestros amigos son virtuales, nuestras sonrisas, paréntesis, y nuestros besos, más cortos, apenas “bs”, como nos descuidemos, acabaremos barriendo el suelo con los pelos de las orejas.
Por eso, ahora que hace frío, busquen y emanen calor. Lleven una vida imperfecta y real. Miren esas legañas con cariño. Honren esas arrugas, porque igual están ahí por su causa. Déjense cortar los pelos de las orejas. “Desvirtualicen”, que es como se dice cuando por fin se conoce en persona a quien hasta entonces solo se había leído.
Si quieren desvirtualizarme a mí, les espero hoy, vendiendo, en la plaza de Los Sitios de Zaragoza, en el mercadillo contra el cáncer. Vengan. Será bonito. Sentirán el calor que da practicar otra forma de querer. Se llevarán un libro, o una vela, o una bola; y yo, una alegría. Llevaré una bufanda roja. Si me ven, tóquense la oreja. Será nuestra señal. Será como decir: “Te leí”. Yo les sacaré la lengua. Será mi forma de decir: “Gracias”. Y además comprobarán, si no lo han hecho ya, que no tengo pelos. En la lengua.
Esta columna apareció publicada ayer en el Heraldo. Fue bonito, bonito de verdad. Y emocionante. Al mercadillo vino gente conocida y desconocida que se tocó la oreja. Yo les saqué la lengua. Creo que también saqué la lengua a una señora a la que le picaba la oreja, porque me miró muy raro. Pero además pasó una cosa...
Una pareja se paró a cierta distancia de mi caseta. La señora, que se tapaba las orejas con un sombrero, se llevó la mano hacia la oreja y yo le saqué la lengua sonriendo. Entonces ella se acercó y a mí se me congeló la sonrisa al oír sus primeras palabras: "Somos los padres de Félix Romeo". Lo siguiente fueron lágrimas.
Las líneas con las que emborrono el Heraldo un domingo sí y uno no aparecen donde antes estaba la columna de Félix Romeo. Esa mujer no tendría que haber leído mi columna, no tendría que haberse tocado una oreja; ese domingo tendría que haber leído lo que escribía su hijo, y sentir el calor que emanaba su hijo.
Solo supe darle un beso. Qué piel tan suave tiene la madre de Félix Romeo. Fue triste, pero también fue bonito. Me gustó mucho que vinieran. Siempre me faltan las palabras cuando quiero dar las gracias.
Y todo esto me lleva de nuevo aquí.
No pienso quitarme la bufanda roja hasta el 11 de diciembre por la noche. Sigo esperándoles.
En la imagen, pelos en una oreja. Bueno, niños en una biblioteca como si lo fueran (Bibliothèque d'enfants de Martine Franck).
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