Creo que tenemos responsabilidades con respecto al futuro. Responsabilidades y obligaciones hacia los niños, hacia los adultos en los que se convertirán esos niños, hacia el mundo que habitarán.Amén, Mr. Gaiman.
Creo que tenemos la obligación de leer por placer, en espacios privados y públicos. Si leemos por placer, si otros nos ven leyendo, mostramos a otros que leer es bueno.
Tenemos la obligación de apoyar a las bibliotecas. De usar las bibliotecas, de animar a otros a que usen las bibliotecas, de protestar por el cierre de bibliotecas.
Tenemos la obligación de leer en voz alta a nuestros hijos. Leerles cosas que disfruten. Leerles cuentos que a nosotros nos cansan ya. De poner voces, de hacerlos interesantes y de no dejar de leerles simplemente porque hayan aprendido a leer por sí mismos. De usar los momentos de lectura en voz alta como momentos para estrechar nuestra relación, como momentos cuando no estamos pendientes del móvil, cuando las distracciones del mundo se aparcan.
Tenemos la obligación de usar el lenguaje. De ir más allá: de descubrir qué significan las palabras y cómo usarlas, de comunicarnos con claridad, de expresar justo lo que queremos decir.
Los escritores – especialmente los escritores para niños, pero todos los escritores- tenemos una obligación hacia nuestros lectores; es la obligación de escribir cosas verdaderas. Y aunque debemos contar a nuestros lectores cosas verdaderas y darles armas y armadura y transmitirles la sabiduría que hayamos ido recopilando en nuestra corta estancia sobre este mundo verde, tenemos la obligación de no predicar, de no sermonear, de no introducir a la fuerza por el gaznate de nuestros lectores moralejas y mensajes predigeridos, como los pájaros adultos alimentan a sus bebés con gusanos premasticados; y tenemos la obligación de nunca, jamás, bajo ninguna circunstancia, escribir nada para niños que no quisiéramos leer nosotros mismos.
Tenemos la obligación de comprender y de reconocer que como escritores para niños estamos haciendo una labor importante, porque si la fastidiamos y escribimos libros aburridos que hacen que los niños salgan espantados de la experiencia lectora, habremos mermado nuestro propio futuro y reducido el suyo.
Todos nosotros – adultos y niños, escritores y lectores- tenemos la obligación de soñar despiertos. Tenemos la obligación de imaginar. Es fácil hacer como si nadie pudiera cambiar nada, como si estuviéramos en un mundo en el que la sociedad es tan enorme que el individuo es menos que nada: un átomo en una pared; un grano de arroz en un arrozal. Pero lo cierto es que los individuos cambian su mundo una y otra vez, los individuos hacen el futuro y lo hacen imaginando que las cosas pueden ser distintas. Echad un vistazo a vuestro alrededor. Parad por un momento y mirar la habitación en la que os encontráis. Voy a señalar algo tan evidente que suele olvidarse. Es esto: todo lo que veis, incluidas las paredes, fue, en algún momento, imaginado. Alguien decidió que era más fácil sentarse en una silla que en el suelo e imagino la silla.
Tenemos la obligación de hacer que las cosas sean bellas. De no dejar el mundo más feo de lo que nos lo encontramos, de no vaciar los océanos, de no dejar nuestros problemas para la siguiente generación. Tenemos la obligación de recoger nuestra basura y nuestro desorden, y de no dejar a nuestros hijos un mundo echado a perder, timado y mutilado.
Tenemos la obligación de decir a nuestros políticos lo que queremos, de votar en contra de políticos de cualquier partido que no entiendan el valor de la lectura en la formación de ciudadanos que valen la pena, que no quieran actuar para preservar y proteger el conocimiento y fomentar la competencia lectora. No es cuestión de política de partido. Es cuestión de humanidad común.
Y añado una obligación: el jueves 21 pásense por aquí. Ese día les cuento algo IMPORTANTÍSIMO. Lo acabo de dejar preparado por si en Miami no tengo tiempo, fuerzas o conexión. ¡No lo olviden!
Sobre la imagen, de Marc Riboud: Lo malo de imágenes como esta es que se convierten en iconos y entonces dejas de sentir el valor que hace falta para plantarse así ante unas armas amartilladas. Pero esa mujer está a un mínimo movimiento de índice de desaparecer de este mundo, y no es su propio índice. Dijo el fotógrafo: "Tuve la impresión de que los soldados le tenían más miedo a la chica que ella a las bayonetas".
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