Se me ocurre otra cosa para la que no es igual un libro que un e-book. Se me ocurre por culpa de Antonio Muñoz Molina, de quien es imposible escapar esta semana. Hace unos días confesaba Muñoz Molina que había leído por fin a Thomas Bernhard después de llevar media vida en compañía de sus libros. Así lo contaba:
Qué manera tan rara tienen a veces los libros de llegar a nosotros. Parece que nos esperan sin prisa, como concediéndonos el tiempo que nosotros mismos no sabemos que necesitamos. Durante más de veinte años esos volúmenes de Bernhard han estado conmigo, presentes en mi vida sin que yo los leyera, visibles en mi biblioteca, como una casa junto a la que pasa uno todos los días y la mira y se siente atraído pero no se decide a llamar a la puerta.Y me pregunto yo: ¿nos esperarán así los e-books, esos archivos casi invisibles en nuestros e-reader? ¿Nos sentiremos atraídos por ellos? ¿Nos pesará esa lectura pendiente como nos pesa la de los libros que esperan en nuestras estanterías? ¿Qué pesa más: mil kilos de papel no leído o un giga por leer? ¿El peso de un libro no leído en la conciencia de un lector es inversamente proporcional al número de gigas almacenados?
Curioso que justo hoy, que ando con virus no informáticos, rellenando pañuelos de papel, me dé por pensar esto. Se ve que soy incapaz de resfriarme sin reflexionar sobre que si lo digital que si el papel, será que temo -esta sí- la llegada de los clínex electrónicos.
La imagen, como la lectura de Bernhard por Muñoz Molina, también estaba latente, una foto que estuvo años sin revelar. Estaba en uno de esos carretes que dejó Vivan Maier, la niñera reportera.
Qué maravilla, ¿no les parece? Todos los carretes que nos quedan por revelar, los libros que nos quedan por leer de una u otra forma, las canciones por bailar, la música por escuchar, los clínex por llenar de mocos... La vida, en fin. La vida, ese trajín.
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