Hay niños que se acercan al amor con la prudencia, la reverencia y el miedo con que se acerca uno a un misterio. Y va el mundo y se les ríe a la cara.
Ahí están todos esos adultos que preguntan al niño con media sonrisa: "¿Y qué? ¿Ya tienes novia?", y el niño detecta que hay algo en eso de estar enamorado que es motivo de burla, y reproduce ese comportamiento y se pitorrea del compañero que canta Desde cuándo te estaré esperando a su enamorada en el patio del recreo. Quizá sea porque
esto del amor es tan tan tanto que hay que rebajarlo un poco para
soportarlo.
La primera vez que en mi familia se rieron de mí por una historia (falsa) de noviecitos fue cuando A. empezó a escribirme. A. era mexicano. Sus padres habían venido a España por algo de trabajo relacionado con mi padre, y pasamos unos días con ellos, con A. y con J., su hermano. Recuerdo que éramos niños y que fuimos juntos al parque de atracciones y nos montamos en el Amor Exprés. Recuerdo que en el coche, A. me contó la que sin duda era la mayor aventura de su corta vida entonces, que era que le habían operado de apendicitis y me quiso enseñar la cicatriz y yo, que era boba, pudorosa y no tenía ni idea de dónde estaba ese apéndice, pensé mientras él se desabrochaba la cinturilla: "ay, madre, ¿hasta dónde se va a bajar este niño los pantalones?". Luego nos escribimos, y cada vez que recibía carta de A., mi hermana, que es más mala que arrancada, revoloteaba a mi alrededor cantando la canción de Candy Candy, que era una serie de anime (entonces decíamos que era de dibujos animados) con una prota casi tan cursi como yo que estaba enamorada de un A. (y sí, quizá esté dando ya demasiadas pistas). En fin, que ese fue mi primer novio que no fue novio mexicano.
Años más tarde, la primera persona a la que quise con la intensidad de querer que fuera también la última (¡ay!), se fue a vivir a México, a la colonia Cuauhtémoc, recuerdo, y el buzón de casa de mis padres volvió a llenarse de cartas con los bordes rojos, blancos y azules (sí, queridos niños, antes nos escribíamos a mano, perfumábamos las cartas y las metíamos en sobres como este, aunque algunos de los que llegaban de México, no sé si por mexicanidad, tenían los bordes verdes, blancos y rojos). En fin, que volví a correr al buzón para ser yo quien recogiera la correspondencia mexicana y ahorrarme las risitas de mi familia. (¡Ah!, pero el escarnio es un disfraz de la envidia.) A falta de mi enamorado, yo rastreaba cualquier referencia a México, porque era una referencia a él. Se me activó entonces un radar por todo lo mexicano que no he querido apagar.
México ha sido para mí amor y temblor, medido en grados Richter.
Quizá por eso cuando vi la vídeo-reseña de Croquetas y wasaps del booktuber mexicano Alberto Villarreal, esa que titula "Alberto y su historial amoroso", esa en la que se emociona (y yo con él) y habla de cómo mi libro habla de su vida amorosa y le da "cachetadas", que es lo máximo a lo que puede aspirar un escritor, cuando vi aquello, morí de amor. De amor y un poco de pena, porque mi libro, como yo, no estaba en México.
Nunca he estado en México, pero como ven por mi historial preamoroso, no ha habido país en el que haya deseado estar con más intensidad. Y por fin voy a estar. En cierto modo. SM México está a puntito de publicar Croquetas y wasaps. Parafraseándome a mí misma en el final de mi ¡Buenas noches, Miami!: no he estado en México, no. Pero ahora jóvenes del DF, de Mérida, de Guadalajara, chicas y chicos de Oaxaca, de Monterrey, de Querétaro... van a poder leer mi libro y conocer el historial amoroso de Clara, la protagonista de Croquetas y wasaps y, al saberme leída, será como recibir otra vez amor de México, que es para dar amor para lo que una escribe y es amor lo que recibe de vuelta cuando es leída (a veces).
Y algún día, ALGÚN DÍA, también yo iré a México.
En la imagen, de Garry Winogrand: yo, feliz, con mi primer amor mexicano.
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