Bla. Bla. Bla.
Pero ayer supe lo que es. Ayer me arrancaron cosas que no sabía. Ayer descubrí que antes era una oficinista de la escritura y que ahora –bendita ambición– quiero ser artista, y que quiero gorgear y no piar y que mi voz arranque desde el corazón y no sea de piquillo. Lo dije como si ya lo supiera, pero en realidad lo estaba formulando con otras palabras, y pensando, que viene a ser lo mismo, por primera vez. Fue en el encuentro con el club de lectura Contenedores de Océanos, en Salamanca.
Dije que no voy a hacer la pelota a mis lectores. Pero esto no es la pelota, y algunos de los allí presentes no me habían leído, y eso que lo han leído casi todo. Son lectores de esos verdaderamente impertinentes e intrépidos, lectores necesarios. Querían saber, algunos querían escribir, o ya escribían; a ninguno le valía cualquier respuesta. De entrada, comentaron entre risas y sin apenas maldad cómo cierto escritor había contado en un foro la anécdota que ya había contado en otro. “Pero cómo no nos vamos a repetir”, me defendí. Pero también me dije: “Está bien. Nada de lo que sueles decir, sirve hoy”. Y pasó lo que pasó.
He dormido mal. En parte porque arrastro el cansancio de una semana entera dando tumbos, en parte porque vuelve a dolerme el oído, en parte porque la habitación olía a tabaco y yo (no fumo) soy la princesa del guisante. En los momentos de desvelo daba vueltas al encuentro. Respondí mal a una pregunta que he respondido mil veces, la clásica pregunta de si existe la literatura juvenil o si es solo un invento editorial. A veces no hace falta que te hagan preguntas nuevas. A veces, para crecer, lo que hace falta es sentir la exigencia de tu interlocutor como el filo de una navaja junto a un riñón y ver su mohín de: “esa respuesta no me sirve; busca otra”. Para que todo esto suceda –huelga decirlo–, no sirve un salón de actos ni una biblioteca ni un estrado. Para eso hay que estar alrededor de una mesa pequeña.
A raíz de la pregunta sobre la literatura juvenil, volví a tirar del hilo de mi vecino, el fotógrafo que en respuesta a “¿qué tiene de especial fotografiar niños?”, decía: “corres más”. A las tres de la mañana, aún dando vueltas a aquella pregunta mal respondida, pensando qué tenían de especial los adolescentes y qué tenía de especial escribir para ellos, di con una respuesta nueva: “les salen pelos en sitios donde antes no tenían” (qué quieren; eran las tres de la mañana). Recordé entonces la pregunta que me hicieron sobre la censura. También a la literatura juvenil le salen pelos. En la lengua. Aunque esos ya estaban en la literatura infantil. En fin, que sigo pensando, aunque está claro que lo que ahora necesito es dormir. Gracias, contenedores de océanos. Y lo que nos reímos.
En la imagen, de Louise Dahl-Wolfe: yo, después de haber sacado de entre los zarrios del bolso la postal con el manifiesto de la literatura juvenil de El templo de las mil puertas, pensando aún una nueva respuesta.
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