Tengo que escribir esto para salvar mi honor. Lamento si al principio les parece algo prolijo o el relato de algunos detalles les resulta arbitrario. Ya verán que no. Todo acaba cobrando sentido. Desgraciadamente.
Ayer me tocaba ir a Cariñena como parte del ciclo de Escritoras Españolas que organiza la DPZ. Fue un día complicado y acabé arreglándome a todo correr. Menos mal que llevaba el pelo medio bien. Desde que leí Cabaret Biarritz (léanlo), he encontrado una coartada estética para mis ondas y mi pelo corto. Ahora me arreglo como una flapper. Me bastó con ponerme un poco de crema definidora de rizos, una horquilla y a correr. Cogí la bici y fui hasta El Periódico de Aragón, donde había quedado con Juan Bolea.
-Me lleva don Juan en coche hasta Cariñena -le advertí a mi madre cuando le dejé al niño.
Al final, como siempre, llegué con tanta antelación que hasta me dio tiempo a pintarme las uñas en el banco corrido que hay frente a El Periódico.
-Tú no has leído El Periódico hoy, ¿verdad? -me dijo Juan poco después de entrar en su coche.
Y la verdad era que no. De haberlo hecho, igual le habría llevado un jamón, porque Juan me había dedicado una columna elogiosísima, esta.
En Cariñena tuvimos que abrir tres veces mi ventanilla para preguntar dónde quedaba la biblioteca. Todos los hombres a los que preguntamos nos miraron a Juan y a mí muy sonrientes y se esforzaron en dar explicaciones. Qué amables son en Cariñena.
Y por fin llegamos. Ahí estaba esperándonos, toda sonriente también, Társila, la técnico de cultura.
Juan pidió ir un momento al baño antes de empezar, y yo me sumé a la petición.
-Ya sabes lo que dijo Churchill cuando le preguntaron qué hacía falta para ser un buen orador -dijo Juan, aunque no estoy segura de que el citado fuera Churchill. Me hago un lío con los nombres-: ir antes al baño.
Hice el Churchill (o quien sea) y salí a todo correr, sin apenas mirarme al espejo, porque Juan ya se me había adelantado y estaban todos esperando: un grupo de mujeres maravillosas, la mayoría en torno a los sesenta años, e Isidoro, el único hombre que se atrevió a venir.
Yo me mostré desenvuelta, me temo que algo procaz. Juan, a mi derecha, se mostró algo escandalizado. Hablamos de Miami, de libros, nos reímos... Sobre todo, nos reímos mucho.
A la vuelta, Juan me dejó al lado de casa de mis padres. Nada más entrar, les enseñé el ejemplar de El Periódico que me había dado Juan. Mi hijo empezó a leer la columna; mi madre, coleccionista de recortes, se ofreció a guardarla; mientras, yo comía croquetas. Cuando llegó mi padre, la leyó complacido.
-Qué bien te ha tratado, ¿no? Está muy bien, muy trabajada -dijo.
Yo asentí.
-Muy trabajada.
Solo cuando salí de casa de mis padres y me miré en el espejo de su ascensor la vi.
Era una mancha blanca. La tenía en el pelo, en el lado derecho, el que ve un viandante cuando le preguntas desde un coche, el que ve tu presentador cuando se pone a tu derecha, el que ve aquella lectora desde arriba mientras le dedicas el libro, el que ve tu madre cuando, sentada a tu lado, te mira comiendo croquetas al levantar la vista de la reseña que te ha dedicado el hombre que te llevó en coche. Una mancha blanca como la famosa mancha blanca de la famosa Chica de la Mancha en el pelo. Una mancha como aquella de la que hablaba Carmen Pacheco cuando inauguró con aquella maravillosa crónica del Premio SM el género del noeslefismo al que pertenece esta entrada.
A La Chica de la Mancha, los agentes que la detuvieron en un control de alcoholemia tuvieron el bonito detalle de comentarle que tenía "algo" en el pelo. A Carmen Pacheco se lo dijo Jorge Gómez Soto. A mí nadie me lo dijo. Y eso que tenía una buena respuesta que dar: un grumo blanco y pastoso de crema definidora para cabello rizado u ondulado Stylius (Línea Profesional).
Que justo ese día Juan Bolea escribiera aquella columna tan elogiosa sobre mi ¡Buenas noches, Miami! fue pura coincidencia. Lo juro.
En la imagen, yo, en mi próxima charla, con los rizos a lo loco, sin definir, y con una cinta en el pelo, por si acaso.
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