Hace tiempo que no veo a gente empujando un coche, y sin embargo, recuerdo perfectamente esa imagen, y el sonido con el que empezaba todo: ese estertor voluntarioso del motor al girar la llave, esa forma suya de decir “lo intento”, “más quisiera yo”. Y luego el desalojo del vehículo: un pelotón de niños kamikazes y de madres parricidas que nos llevaban a algún lugar sin elevadores, sin cinturones, sin triángulos alertando “bebé a bordo”; un pelotón que se baja del coche y se despliega por la trasera, por los laterales, y que invita a cualquiera que pase por ahí a sumarse a la juerga. Y ahí estamos niños y mayores, los ocupantes del coche más los espontáneos reclutados en la calle, con las palmas de las manos sobre una carrocería recalentada por el sol. Los niños empujan con toda su alma, porque empujar algo treinta veces más pesado es una heroicidad y todo niño tiene alma de Supermán. Los mayores empujan con todos sus kilos, porque la grasa les pesa más que el alma. Todos echan el resto, todos menos uno. Uno hace play back: se apoya sin más y sobreactúa el gesto de esfuerzo. Luego llegan la cuesta abajo, el victorioso sonido del motor que dice “ya”, y la carrerita para subirse al coche en marcha e instalarse bullangueramente, unos encima de otros, como piojos en costura. Y el limpiar de palmas y la sonrisa de los espontáneos, que contemplan cómo se pierde en el horizonte ese coche, su buena obra del día.
En aquel tiempo también oíamos contar en voz baja historias de madres que habían sido capaces de detener un coche con sus manos o levantar ellas solas el peso de un camión para salvar a sus hijos. Las madres parricidas, esas mismas que nos hacían beber agua del grifo, y a morro, eran capaces de transformarse en El Increíble Hulk si sentían que sus crías estaban en peligro. ¿Cómo iban a dejar que nos matara otro?
Ahora son otros tiempos. A ver quién arranca un coche de inyección que no quiere arrancar. Ya no hay buenas obras sino grúas. Pero sigue siendo tiempo de empujar, y de soltar, tiempo de progenitores convertidos a ratos en Hulk, a ratos en gente dispuesta a escogorciar a sus hijos para dejarlos vivir, padres y madres que se sitúan tras las bicicletas sin ruedines de sus hijos y juran sujetarlos eternamente para, cuando menos se lo esperan, soltarlos y abocarlos a ese tándem indisoluble que forman el batacazo y la autonomía.
Hay cosas que nunca cambian. Es solo que ahora se hacen con casco. Sobreprotectores nos llaman. Igual es que nos ponen multas, o que somos menos jóvenes, o que estamos más asustados, o que tenemos un sistema tan complicado que ni se nos pasa por la cabeza que vaya a funcionar algo tan sencillo como aquello de empujar el coche.
En la imagen, madre parricida fotografiada por Helen Levitt. (Si quieren regodearse en la nostalgia del peligro, no dejen de pinchar en el enlace.)
Este texto apareció publicado en Heraldo el domingo 3 de febrero de 2013.
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