martes, 27 de marzo de 2012

Nana del cajero

Que los pobres duerman precisamente en los cajeros no debería pasar de ser una viñeta de El Roto, pero es real.
El otro día entré temprano a un cajero y había un hombre durmiendo entre cartones. Yo iba con prisa. Si no, habría ido a otro cajero, por no molestar y porque hay algo indecente en sacar dinero ante alguien que duerme en el suelo, aunque lo hagamos a diario, solo que no tenemos a los pobres a centímetros de los tobillos.
Confieso que entré con prevención olfativa, pero no olía a pis. Solo olía a sopor, a pereza, a esa niebla espesa del sueño que se va instalando a lo largo de la noche en los dormitorios de los niños, de los ancianos, de las parejas que respiran juntas. El sueño no huele mal. Lo que huele mal es el dinero, literalmente. Me lo dijo mi hermano, que se dedica a entrar (legalmente) en cámaras acorazadas del mundo repletas de euros, reales y pesos. Los billetes apestan. Yo necesitaba tres.
Di por hecho que el durmiente sería Nikolái. No sé si Nikolái se llama Nikolái, pero me gusta dar nombre de zar a ese ruso grande que ha colonizado el banco que hay frente al cajero. Me enternece esa estrategia suya de aproximación semántica: del banco donde sentarse al banco del señor Fainé. Pero cuando entré, vi que no era Nikolái. Era nuestro pobre, el del barrio, uno más antiguo que la crisis, el que lleva más de diez años vendiendo kleenex a la salida de Mercadona, bebiendo tetrabriks de Cumbres de Gredos en los bancos y cantando zarzuelas cuando ya está curda.
Metí la tarjeta y tecleé el número secreto. Por cada número que pulsaba, sonaba un pitido atroz. Me volví horrorizada al señor Gredos. Pero no se despertó. Lo que hizo fue empezar a roncar. El cajero hacía piii y el señor Gredos hacia grr. Piii grr pii grr. La sincronización era perfecta. “Esto es una fusión”, pensé.
Salí con cuidado de no hacer ruido al cerrar la puerta, sabiendo que no sería la última vez que iba a entrar y salir de aquel cajero, ni la última vez que iba a entrar y salir de la vida del señor Gredos.
Y así fue. Dos días después volví a encontrármelo, esta vez despierto, y sentí una intimidad unilateral. Él no sabe que ha dormido conmigo. Igual tampoco sabe lo de IberCaja y Caja3. O igual sí, porque quizá las noches de insomnio, lee los periódicos con los que se tapa.
No sé si debería comprarle pañuelos. No sé si él se queda algunos para enjugarse las lágrimas. No sé si hizo llorar a alguien. Tampoco sé con qué sueña, si con cajeros automáticos, con ovejas eléctricas, con su madre o con una morena y una rubia. Igual sueña lo mismo que el señor Fainé. Igual esta noche se tapa con esta página.
Dulces sueños, señor Gredos. Ya llega la primavera. Hace tiempo que no te oigo cantar.

Esta columna apereció publicada en el Heraldo el 11 de marzo de 2012, pero últimamente, entre encuentros, partidos de fútbol y una Historia entera de la humanidad, no me da la vida para más. Ya perdonarán lo abandonadito que tengo el blog. En la imagen, el abuelo del señor Gredos, fotografiado por Dorothea Lange.
Al señor Gredos y a Nikolái sigo encontrándomelos a menudo.

2 comentarios:

Mara Oliver dijo...

Se te echaba mucho de menos :)

C. (@el_croni) dijo...

Un artículo genial. Felicidades.