Mi vecino acaba de llegar de Estados Unidos de disparar a niños en los Hamptons y en Nueva York.
Mi vecino ha fotografiado a Jaime Ostos en calzoncillos, a David Villa en pantalón corto, al obispo más joven de España en traje de noche y a Kate Winslet en sotana (o al revés; no sé, yo con los trajes largos negros me hago un lío). [Mi vecino –fardo ahora– aparece en el recién publicado Diccionario de fotógrafos españoles.] Pero ahora mi vecino hace sobre todo fotos de niños. (Sí, “disparar” en argot fotográfico es hacer fotos.)
–¿Qué tiene de especial fotografiar a niños? –le pregunto a mi vecino.
–Corres más –me responde él. Y me encanta la sencillez de su respuesta, y que no me haya soltado una perorata sobre la fotografía, y que si tan importante es fotografiar a niños como hacer fotografía documental o artística, y que si la fotografía es fotografía y que quienes son distintos son los fotografiados. Me encanta que simplemente haya asumido cierta especificidad y me la haya contado. Y aún añade–: Pero si estás dispuesto a correr, los niños te lo dan todo.
Yo pienso en qué tiene de especial escribir para niños y me doy cuenta de que es exactamente lo mismo. Es más esforzado que escribir para adultos, pero no hay entrega lectora como la de un niño.
Ahora mi vecino quiere fotografiar adolescentes. Está dando vueltas a un proyecto sobre identidad, uniformes, conformismo y transgresión, imagen…
–Fíjate, la adolescencia es un paisaje tremendamente interesante de fotografiar –me dice–. Esas tormentas, esas batallas a pecho descubierto, esa búsqueda de identidad… Todo en construcción.
Es oír “en construcción” y acordarme del que fue el álbum favorito de mi hijo hace unos años, Construction Site, de Taro Miura. El libro apenas tiene texto, solo unas onomatopeyas y, en las guardas, unos carteles que dicen “Prohibido pasar” y “Niños, prohibido jugar en esta zona. Peligro”. Es un libro que te obliga a ser un rebelde, vaya. Cuando te saltas la prohibición, cuando desafías el peligro y pasas dentro del libro, te metes de lleno en una obra, y por el libro van desfilando obreros y maquinaria pesada entre ruidosos TRRRRRR, ¡¡CLANG!!, ¡¡GRRR!!… Y luego pienso en todas esas horas pasadas con mi hijo detrás de una valla, contemplando el ir y venir de las obras de la Romareda, las obras de la calle Italia, las obras de La Tuzaleta, las obras de la Expo…
Algo sé de construcción, algo sé de adolescencia. Me he pasado años enteros escuchando y contemplando la violenta demolición de los viejos muros, el lento avance de los bulldozer, el estrepitoso descargar de los volquetes, el traqueteo juguetón de los minidumper, la terca pugna del martillo mecánico contra el cemento, el aviso arrepentido de la marcha atrás, el imparable voltear de la hormigonera, el frágil estiramiento de los andamios, el giro desnortado de la grúa, el sudor, el ruido, la furia…
Yo, como mi vecino, también elijo el territorio polvoriento de las obras, el momento de la posibilidad, el estrépito y la esperanza. Elijo escribir para jóvenes.
Se acabó la hora del bocata. Me voy a poner el casco y seguir con una novela juvenil.
PD: A mí me pierden las metáforas. Por eso este artículo me satisface especialmente. ¡Esta vez he logrado contenerme! Porque esto que he escrito es justo lo quería decir. Y aunque luego pensé que habría sido resultón y quizá revelador comparar la crisis del ladrillo, la especulación inmobiliaria, la liberalización del suelo, los tantos pisos construidos y los tantos por vender, e incluso la vivienda de protección oficial, con el mundo de la edición de literatura juvenil, no lo he hecho. Es de otra cosa de lo que quería hablar, de algo menos coyuntural, más potente. De la vida.
En la fotografía, de mi vecino Fernando Sancho: joven a medio enjalbegar.
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