Cuando mueve la caja, la siente vacía. Ya no pesa como cuando la sacó del altillo, hace cosa de una semana. Poco a poco volverá a llenarse de cáñamo, algodón, terciopelo, plata…
Seda. Lo ha dejado para lo último, para que no se arrugue. Lo extiende ante los ojos y recuerda que su primer mantón no era así, sino de algodón. Rosas fucsias estampadas con hojitas verdes. Su segundo mantón ya fue de raso, negro, con bordados de colorines, un mantón donde irse a vivir, con sus rosas púrpuras, sus pájaros tropicales, sus pagodas chinas, un paraíso más cerca del Pacífico que de los Monegros. El mantón que ahora tiene en las manos es de seda blanca con bordados blancos. Casi hay que adivinar los dibujos, de nuevo las rosas, pero ni pájaros ni pagodas ni colorines. Le gusta pensar que, más que ganar en discreción, ha ganado en sutileza.
Hace inventario de los desperfectos. Con los años también ha aprendido a que no le hagan tanto duelo los daños. Hoy esas cicatrices del mantón son como un álbum de recuerdos: aquella quemadura de cigarro, de cuando fumaba; esa mancha que no hay forma de que se vaya, en un pétalo; aquel enganchón por donde se deshilacha una rosa desde que se le trabó el broche de la cría… Por eso cuando se da cuenta de que faltan unos flecos ya apenas se altera. También el pelo encanece y se cae.
Antes de guardar el mantón definitivamente, no puede resistir el impulso de echárselo sobre los hombros. Aprovecha ese abrazo de despedida para sentir una vez más su tacto de seda. Por fin lo pliega y lo deja en la caja con amor, como si la caja fuera una urna y el mantón, Blancanieves.
Sube de nuevo la caja al altillo y la empuja hacia el fondo. Al hacerlo, suena un choque sordo en la caja de al lado, la que contiene las bolas de Navidad.
Cuando echa el pie en el suelo, sonríe sin saber muy bien por qué. Quizá sea porque guardar todo aquello, atesorarlo hasta el año que viene, es echar a rodar la esperanza, fingir una imposible certeza: la de que el año que viene ella y los suyos, y las fiestas, volverán a estar ahí; es lo más posible. Sí, seguramente es por eso que sonríe, porque mientras cerraba la puerta del armario se ha dicho: “Bah, quién quiere vivir en un paraíso cerca del Pacífico. Aquí no tendremos océano, pero tampoco tenemos tsunamis”, recordando esa película que acaba de escupirle su propia fragilidad. “Aquí Lo imposible es imposible”, sentencia.
Cosa más bonica y delicada… los mantones, la vida. Como para no aprovecharla. Como para no llenarla de cicatrices.
Texto publicado en Heraldo el domingo, 14 de octubre de 2012.
2 comentarios:
Una de mis palabras favoritas es Verbena y los mantones, son taaan bonitos, incluso apolillados :)
No creo que me acerque a ver esa película, tiene pinta de que me va a doler y ultimamente solo dejo que el cine me dañe cuando me pilla por sorpresa ;)
Aprovecho para recomendarte la última que me dejó herida, se llama "Never let me go" y es mejor verla a ciegas, para que te sorprenda aunque duela ;)
mil besotes!!!
PD: cómo me alegra el día ver actualizaciones doradas :D
Es bonito ir de feria y repetirse, ¿no? Aunque al final, cuando guardes la caja, te pueda la nostalgia. Respecto a Lo imposible, y a pesar de que pasé toda la peli apretando puños y mandíbula, prefiero pensar en lo increíble que resulta que tres niños pequeños sobrevivieran a un tsunami. Y sin embargo, felizmente posible.
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