martes, 31 de enero de 2012

La sorpresa


Pocas cosas me gustan más que el roscón.
-¿Qué trozo quieres? –le pregunto a mi hijo blandiendo el cuchillo.
Mi hijo mira, remira, inclina la cabeza, examina el borde exterior del roscón, luego el interior y, por fin, echa una desdentada sonrisa y señala con decisión hacia la fruta roja.
-¿Este? –le pregunto extrañada-. Pero si a ti no te gustan las frutas.
(A mí tampoco. Pasteleros del mundo, ¿se han preguntado alguna vez si a alguien le gustan las frutas escarchadas?)
-Este –dice mi hijo convencido.
Practico la cirugía al roscón con resultado de pérdida dramática de nata. Pero eso a mi hijo le da igual. Nada más tener el trozo delante, lo abre y antes de ver nada, con delatora asincronía, abre los ojos como platos y exclama emocionado: “¡Me ha tocado la sorpresa!”.
La sorpresa resulta ser una oveja horrenda de apenas dos centímetros. Contemplo ese nuevo trasto que tendré que tirar a escondidas de mi hijo y me debato entre si afearle la conducta o no, porque, aunque me haga la tonta, sé perfectamente que él había visto asomar entre la nata el celofán de la sorpresa. No sé si él sabe que lo sé, pero en cualquier caso ha hecho una actuación magistral. ¿A qué edad aprendió a fingir sorpresa? ¿Cuándo dejará de sorprenderse? Es cuestión de tiempo.
No concibo sorpresa mayor que la del recién nacido al venir al mundo. Luego al bebé le sorprenden sus propias manos, las llaves, las gafas, las vacas… Pero llega un momento en que las vacas solo sorprenden a un niño cuando se esconden en roscones envueltas en celofán. Parece que conforme crecemos vamos perdiendo capacidad de sorpresa mientras ganamos maestría para fingirla. Desde los primeros Reyes en los que ya no se cree, pasando por el “¡no me digas!” y el “oh, ¿para mí?”, vamos haciendo pequeños ensayos que nos preparan para la fiesta sorpresa de los cuarenta años, la de la jubilación o la de las bodas de oro. “No me lo podía ni imaginar”, dicen los homenajeados casualmente recién salidos de la peluquería.
Pero al final, circulares como un roscón que somos, uno puede llegar a ser como mi abuela. Mi abuela, como mi hijo, tampoco tiene dientes, y se sorprende varias veces al día. Se sorprende de estar en Zaragoza, de que un objeto siga ahí diez segundos después, o de que sea enero. “¿De veras, hija?”, pregunta con su vestido de verano.
Mi abuela tiene los cabellos de nata. Mi abuela tiene un agujero en la memoria. Mi abuela vive instalada en la sorpresa genuina. Mi abuela es un roscón.
Pocas cosas me gustan más que el roscón.

Esta columna se publicó en el Heraldo el 29 de enero de 2012, día de San Valero, santo que en Zaragoza celebramos curtiéndonos la piel en la cola de la pastelería y comiendo roscón, de ahí que sea conocido como San Valero ventolero y rosconero.
En la imagen: mi abuela la primera vez que perdió los dientes.

domingo, 29 de enero de 2012

Golden World Tour SM '12

Me voy de gira. Oh, yeah.
Tres meses dando tumbos por toda España de colegio en instituto.
Si tú y yo vamos a vernos uno de estos días, quiero que sepas cuatro cosas:
1. Que no voy a darte una charla, no. Lo que vamos a tener es un encuentro, que es muy distinto. En una charla, yo estaría arriba y tú estarías abajo, pero en un encuentro, tan importante es que tú me conozcas a mí como que yo te conozca a ti. Estoy deseando verte porque escribí ese libro para ti. Es difícil que te hagas una idea de lo emocionante que es para mí conocer a quienes me han leído.
2. Que voy a repetir más o menos lo mismo decenas de veces, pero tú eres quien hace especial el encuentro, o quien hace esa pregunta que me hace pensar y me arranca una respuesta que nunca he dado. Esto es como los músicos: en cada concierto cantan las mismas canciones, pero siempre hay un sitio donde suenan de forma especial.
3. Que estamos empate: tú tienes sueño, cansancio o hambre, te preocupa el examen de después o te has enfadado con tus padres y yo... tengo sueño, estoy cansada, me rugen las tripas, tengo encargos pendientes y una novela a medio terminar que me reclama, me he enterado de que mi hijo se ha portado mal con su abuela y me he enfadado con él y sobre todo conmigo misma por no estar ahí... Y si a ti te da vergüenza hacerme una pregunta, ni te cuento lo tímida que soy yo. Pero vamos a olvidarnos de todo esto, y vamos a hacer que este encuentro sea memorable para ti y para mí, vamos a hacer que lo recordemos con una sonrisa por mucho tiempo.
4. Que desde donde estoy, lo veo todo. Veo cuando bostezas, cuando asientes, cuando hablas con el de al lado, cuando pones cara de pensar... Y según lo que hagas, yo me siento como el músico ante unos mecheros encendidos (se crece) o ante unos abucheos (se hunde). Si el encuentro es un desastre, será en parte por tu culpa. Si es extraordinario, será gracias a ti y seguramente a tu profe, que hizo todo lo posible para que fuera un éxito. Pero quiero que sepas que pondré todo de mi parte para que salga bien, que me dejo la piel, casi literalmente, en cada encuentro y que cuando llego al hotel me tienen que recoger con pala, casi literalmente también. Tengo un lema en gerundio, y es: "dándolo todo".
Ah, y una última cosa: sí, soy escritora, pero el género que peor se me da es el de la dedicatoria. Disculpa si solo te escribo "con cariño".

A los que no veré durante la gira, disculpen si no escribo muy a menudo. Estaré muy ocupada en el Mundo Real (TM).

En la imagen: yo lanzándome al encuentro de un grupo bastante receptivo de lectores.


miércoles, 25 de enero de 2012

Los lamentos de una castañuela

Soy un violonchelo digievolucionado a castañuela. Cuando tenía tres años (mis padres siempre lo cuentan), me encontraron llorando y me preguntaron qué me pasaba. "Es que quiero ser feliz y no puedo", les respondí. Así era yo. Ya lo he contado alguna vez (qué pronto empiezo a repetirme).
Me esfuerzo mucho en ser feliz, porque lo fácil es estar triste. Aun así, a veces me supera la melancólica-intensa que hubo en mí y me entrego a la autoflagelación. Ayer sin ir más lejos. Llevaba tres días atascada con la columna del domingo que viene, y con un montón de encargos pendientes de hacer.  Me gustaba el principio de la columna, pero el final... El final no era honesto. Yo sabía que iba a gustar, pero no era honesto. La cambié por completo. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete veces.
"No sirvo. No me sale. ¿Para qué escribo? ¿Por qué? ¿Qué necesidad tengo de exponerme? Dejo de publicar. Solo escribo para mí. Cierro el blog. Me encierro en mi casa y escribo sobre lo que escriben los demás: ejercicios de comprensión lectora". Todo eso, y mucho más, me dije.
Pero entonces, a última hora de la noche, di con lo que quería decir, de verdad, en la columna. Y hoy mi novela Pomelo y limón ha sido elegida por El Tiramilla como segundo mejor libro juvenil de todos los publicados en el 2011. Lo difícil hoy sería estar triste.
Uf, qué entrada más ombliguista. Ya perdonarán. Pero al fin y al cabo, este es mi blog.
Ah, y no hace falta que me hagan la pelota en los comentarios. Lo digo de verdad
En la imagen: yo, en modo castañuela, recogiendo el premio de El Tiramilla. En el bolsito llevo el móvil, las llaves de casa, 20 euros, un crack de Invizimals, un kleenex y mi pintalabios bonheur.

sábado, 21 de enero de 2012

Pongamos el ego sobre la mesa


Justo ahora que la editora Elsa Aguiar habla en su magnífico blog (editar en voz alta) de cómo el yo puede desaparecer cuando escribes, cuando lees, cuando editas... voy yo (yo y yo) y pongo mi ego sobre la mesa en un artículo titulado precisamente así. Coincido con Elsa: a mí me desaparece el yo cuando escribo. Pero, en cuanto termino de escribir una novela, me vuelve, y con el ímpetu y las ganas de quien lleva una temporada ausente. Y de eso hablo (yo) en el artículo del que les ofrezco un pequeño adelanto:
Estudié diez años en un colegio de monjas que presumían de su humildad (nótese el oxímoron). Entre muchas otras cosas, las josefinas me enseñaron eso, a ocultar mi vanidad y hacerla pasar por otra cosa. Pero soy un pavo real.
(...) y fue un aprendizaje largo y doloroso. Te lo lego, querido lector, autor, bloguero… ser egoísta e inteligente que eres, con el sincero deseo de ahorrarte inútiles sufrimientos: si quieres sobrevivir como pavo real, hazte con una piel de elefante.
Si quieren averiguar lo que hay entre el primer párrafo y el segundo (entre otras cosas, lectores, blogueros, autores, vanidad y paranoia, además de unos consejos de oro que no da la Oro sino Julie Bertagna), tendrán que leerlo en El Tiramilla, dentro de poco. Avisaré. Enlazaré.
Firmado,

Gracious Oro

En la imagen: yo ante el espejito, espejito mágico en ese momento en que le pregunto si soy la más joven, justo antes de que me devuelva la imagen de Annabel Pitcher y de Lauren Oliver y yo monte en cólera y salga disparada al laboratorio de mi padre a inyectar veneno en un par de manzanas Fuji. Dibujada por Millicent Sowerby, antes de que naciera Annabel Pitcher, antes de que naciera Lauren Oliver, antes incluso de que naciera yo.

miércoles, 18 de enero de 2012

Un poco de sexo y literatura

Me lanza librosfera un meme y yo a librosfera no le niego nada, y hasta le copio los enlaces en señal de admiración, que no plagio.
La propuesta de librosfera -ya verán qué divertida- nace de una librería californiana a la que por cierto tampoco diría que no si me pidiera algo, ir a firmar, por ejemplo, y consiste en abrir el libro que tengas más a mano por la página 45, leer la primera frase e interpretarla como vaticinio sexual para el año 2012. Mola, ¿eh? No se pierdan el pronóstico sexual para nuestra amiga librosfera.
Bueno, pues confieso que he hecho trampas. Que lo que más a mano tenía era Libertad de Jonathan Franzen. Pero abrí por la página 45, vi que en esa página comenzaba un capítulo, y que el título del capítulo era "Complaciente". Y me dije: "y una porra".
Así que abrí el segundo libro que tenía más a mano, que también me estoy leyendo, y es Lugares que no quiero compartir con nadie, de Elvira Lindo. Y abro, y leo (la frase está a mitad):
hacer, aquello a lo que hay que ir, lo que no te puedes perder y las experiencias que debes probar.
Y por si esto fuera poco, por si no valiera una frase a medias, la siguiente frase dice:
En cierto modo es normal que suceda en una ciudad a la que una parte importante de sus habitantes llega para realizar un sueño y tiene la necesidad imperiosa de sentirla en un corto plazo de tiempo como propia.
Lo que no te puedes perder... experiencias que debes probar... realizar un sueño... necesidad imperiosa... de sentirla... como propia... Y en Nueva York.
Hombre, eso de "en un corto plazo de tiempo"... Pero vamos, creo que no me puedo quejar.
Y ahora, me encantaría me encantaría que nos contaran su predicción 45 para el 2012 David Lozano, José Luis Cano (te cabe en la sección "Cagón de sastre"), Elvira Lindo (por ser mi pitonisa particular), Monsieur de R y editar en voz alta (sé que es un mega off-topic, Elsa, pero ¡es sexo! ¡y es literatura! ¡y tú has defendido el sexo en la literatura juvenil!) Me habría encantado pedírselo a Carmen Pacheco, pero está supermegaocupada, al parecer.
¡Suerte con esa 45!

En la imagen: "Mujer leyendo" la página 45, supongo. De Henri Cartier-Bresson.

Edito:
¡No dejen de leer en  los comentarios la página 45 de David Lozano y Monsieur de R. y los comentarios con más páginas 45 en librosfera! Y aquí, la página 45 de José Luis Cano. Les garantizo la risa, ¡qué digo la risa!, el despiporre, la carcajada, el encanamiento (y porque no digo tacos).
Y anímense a dejar su página 45 en los comentarios. Nos reiremos (quizá de ustedes).
Reedito:
Y ahora, aquí, la continuación del meme de "editar en voz alta". Esta mujer se las arregla para, a partir de este juego, hacernos pensar, y no en eso que ustedes están pensando precisamente. Editoras...


lunes, 16 de enero de 2012

Ergonomía del supositorio

Ojalá sea la primera en desvelarles esto. Entonces me recordarán como se recuerda a quien te dijo que los Reyes son..., a quien te regaló la batamanta, a quien te descubrió los crepes congelados de Ikea o los helados de Mercadona, como Helen Keller recordaba a a Anne Sullivan… como se recuerda, en fin, a quien trae consigo una revelación.
Allá va, la revelación: ponemos los supositorios al revés.
Hacemos mal. Los supositorios han sido diseñados bajo parámetros de fisonomía y tecnología de última generación (esta frase la he copiado de la descripción de un colchón de Pikolín, pero va al pelo). Esa punta redondeada tiene su porqué y debería ser lo último que entrara en salva sea la parte (mis padres no quieren que hable de culos). Pero nos creemos que tenemos una bala entre las manos y además pensamos que así hacemos el tránsito más llevadero. ¡Ay, cuántos males trae la conmiseración! Pues sepan que hay un buen motivo para introducir los supositorios por la parte más ancha y dejar la punta para el final y es que, de esta forma (esto será estrictamente anatómico, mamá), al presionar las nalgas sobre el extremo redondeado, se facilita el impulso y por ende la correcta inserción del supositorio. Igual es más doloroso, pero es más eficaz.
De aplicar este mismo principio al clásico “tengo dos noticias: una buena y una mala; ¿cuál quieres primero?”, estaría claro que la mala iría en primer lugar, y que la buena actuaría de bálsamo para encajar mejor la anterior.
Parece que hay quienes no ignoran este principio, y de ahí que nos sometan a medidas económico-terapéuticas en grueso, sin ese sedante y mentiroso “no será nada”, sin empezar por la puntita. Hombre, ya puestos a padecer algún tipo de sodomía (te quejarás, papá, lo fino que me está quedando), solo nos queda confiar en que sea eficaz, en que tenga fin, y final. Solo nos queda esperar la buena noticia. Y esperar que llegue pronto.
La recuperación está en camino. Es un suponer, o un supositorio. ¿No la notan? ¿No sienten cómo el esfínter anal presiona sobre la punta redondeada, cómo empuja al supositorio hacia el interior del recto? Eso sí, ¿verdad? A menos que se llamen Cristiano Ronaldo, claro. ¿Notan ya cómo los plexos venosos van absorbiendo el principio activo? Bueno, vale, los de Moody’s tampoco lo notan. ¡Pero al tiempo!
Mientras tanto, aprieten las nalgas. Y los dientes. Y hagan unos cuantos ejercicios Kegel. Se los explicaría, pero es que a mis padres no les gusta… Ya saben. Y yo soy tan complaciente...

Sobre la imagen: Iba a poner una foto preciosa de la torre Agbar iluminada de azul, pero soy tan sutil yo que he preferido esta otra de Brassaï, el fotógrafo de la noche, que también tiene su aquel.
Esta columna apareció publicada el 16 de enero de 2011 en el Heraldo.

miércoles, 11 de enero de 2012

La escritora bipolar

Acabo de entregar la columna del próximo domingo. Es de las que hará que mis padres se avergüencen de mí.
Al entregarla al Heraldo, me he dado cuenta de que, así, sin querer, he ido alternando una columna ñoña y una columna punky, una ñoña y una punky... y he tenido una revelación: voy a fracasar. Es imposible que tenga un público si tan pronto escribo ternezas que hacen piscinas en los ojos como burradas escatológicas pseudopunkys. Si un lector diabético me conoce en un día punky y, confiado, me lee otro día que estoy tierna, puede morir de un subidón de azúcar. Y si, pongamos, una dulce amiga de mi madre (pongo "dulce" porque ya he abandonado el modo punky) me lee en un día punky huirá escandalizada.
Lo malo es que me he dado cuenta de que con las novelas me está pasando igual. Pomelo y limón de ácido apenas tenía el título. Pero la que estoy escribiendo ahora... Oh, la que estoy escribiendo ahora.
Solo me queda confiar en un pequeño nicho de lectores. Unos lectores que sean como yo: lectores bipolares.
Decidme que existís o empiezo a espolvorear azúcar sin medida.

En la imagen: yo en pleno paroxismo de bipolaridad.

lunes, 9 de enero de 2012

2,5 kilos de confianza

Toca recoger los adornos de Navidad.
Bajar andando por las escaleras ya no tendrá el mismo aliciente. Ya no podré examinar a mis vecinos a partir de los adornos que cuelgan en sus puertas. Era un doble examen: evaluaba su buen gusto y su grado de confianza. Hay que ser confiado para colgar algo valioso así, tan a mano.
Recojo mis adornos de la puerta y me digo que esa es justo la actitud que no debería meter en una caja, la actitud que debo conservar al escribir: buen gusto y confianza, toda la confianza del mundo. Deberíamos escribir -escribir para niños, escribir para jóvenes, escribir para adultos- como quien va a la peluquería: preñados de una confianza casi cándida. El peluquero es el lector, que entiende "córtame solo dos dedos" como le da la gana, que para eso tiene las tijeras en la mano, la sartén por el mango. Catherine Besley lo dice menos pedestremente. Ella dice: "El lector constituye la autoridad para el significado del texto". Lo leí en el fabuloso 50 cosas que hay que saber sobre Literatura de John Sutherland (¡léanlo!, ¡hay mucho más de lo que promete!, y cuanto más sepan de literatura, más lo disfrutarán).
Porque de eso se trata. Al final, cada uno hace lo que puede. Yo escribo como puedo. Aporto mi texto, mi pelo, que da de sí lo que da de sí, que no es el pelo de Paula Echevarría. Meto las alusiones que haga falta (pero no más), escondo metáforas que son como bonus para el lector que las pilla, no dejo de escribir una palabra rara si esa es la palabra rara que tiene que poner... Y el lector, el peluquero, saca el partido que puede. Y es él quien hace buena mi obra, quien construye su significado con su lectura. ¡Y a veces incluso lee cosas que no he puesto y que la mejoran!
Ah, qué alivio. Así, como quien no quiere la cosa, me acabo de eximir de responsabilidad. Sí que es verdad que ir a la peluquería relaja. Voy a dejar que mis lectores me masajeen la cabeza. ¿He dicho ya lo mucho que me gusta escribir?
En la imagen: yo, en Huesca, ante un escaparate, haciéndoseme la boca agua, justo antes de comprar dos kilos y medio de confianza en el lector.

domingo, 1 de enero de 2012

Mi padre


[No sé si esto es lo mejor que he escrito, pero es lo que más orgullosa me siento de haber publicado. Apareció el 31 de diciembre de 2011 en el Heraldo, el mismo día en que mi padre salía en el especial de Año Nuevo.]

Hola, papá.
Perdonen que aproveche para saludar a mi padre. Es que está a unas páginas de mí, hablando con el bailarín Miguel Ángel Berna.
Es curioso esto de reunirnos aquí, en las páginas de Heraldo, en distintas secciones. Como en la realidad.
Mi padre y yo hemos convivido siempre en secciones, en cuartos diferentes, a varios abrazos de distancia. Hemos establecido una distancia de seguridad desde la que mirarnos de reojo, constantemente, mientras parece que hacemos nuestra vida, una intensa vida profesional. De tanto mirarnos de reojo, nos ha ido creciendo la distancia interpupilar y ahora tenemos los ojos separados como peces, como Julio Cortázar, como Jacqueline Kennedy.
Mi padre tiene apellido y textura de metal.
Mi padre tiene un mensaje en el contestador de su despacho grabado con su voz. Parece la voz de un robot y dice: “Luis Oro. Puede dejar un mensaje. Please, leave your message”. Piii. El pitido que sigue suena más humano que él.
A veces se diría que mi padre no tiene corazón.
Pero no es así. Igual que en los mandos a distancia hay un botón que enmudece el sonido de la tele (pero los diálogos están ahí), hay toda una generación que mantiene en sordina sus afectos. Incapaces de decir o hacer nada abiertamente afectuoso, van buscando excusas tontas para derramar el cariño. Parapetados tras un periódico, una maqueta de tren, una baraja o un ordenador, ponen la vida entera en una pregunta tonta sobre tu trabajo, ellos (suelen ser ellos) que han trabajado tanto. Preguntan por tu cuenta corriente para saber de ti. Porque “cuenta corriente” es cuéntame qué es de ti ahora y los números no son ambiguos. Hacen pasar el pudor por discreción pero no es que respeten tu intimidad, es que no soportan la desnudez. Y te dejan ese pudor en herencia. ¿Cómo dices “te quiero” a alguien que nunca te lo ha dicho?
Así. En una columna. Porque esto es esta columna: una incómoda declaración de amor a toda una generación que no sabe dejarse querer; impensable hacerla en persona.
Y es también una manualidad. Recórtenla. Donde pone “mi padre”, pongan el nombre o el lugar que ocupa en sus vidas ese ser querido que no invita a declarar ningún afecto. Igual es su padre y les sirve tal cual.
Piii. Déjenle un mensaje. Y tú, Luis Oro o como quiera que te llames, capta el mensaje.
Ah, y no me vengan con propósitos de Año Nuevo. Si son así, no cambien. Me muero del susto si mi padre me dice “te quiero”. Y los demás, no pretendan cambiarlos. Es imposible. Además, los queremos así. Aun así.

[En la imagen, Luis Oro, que es, entre otras cosas, mi padre. Foto de Pedro Etura.]