lunes, 18 de septiembre de 2017

Bajo sospecha

Escribo este post desde aquí, desde donde hago la foto que encabeza estas líneas.
Precioso, ¿eh? No debería quejarme.
Sin embargo me quejo.
Porque no debería estar aquí. Debería estar ahí dentro, donde se ven aquellas estanterías con libros. Son libros infantiles.
Pero me han echado.
Dos veces.
Me vio aproximarme la bibliotecaria y me detuvo a la voz de «dónde va». Y yo: A la biblioteca infantil. Y ella: ¿Va con algún niño? Y yo: No. Y ella: Entonces no puede pasar. Y yo: Pero es que necesito leer libros para niños. Y ella: Pero si no va con un niño no puede pasar. Es solo para padres con niños.
Supongo que mi mirada de desconcierto la empujó a completar la explicación: que había que proteger a los niños, que había habido problemas. «Mirones», dijo.
La de tiempo que hacía que no oía esa palabra. Ahora todo son voyeurs.
«Creerás que no», me dijo, «pero hay que proteger a los niños». Y yo claro que creo que hay que protegerlos, que merecen una protección especial. ¿Qué se creen que hago cuando escribo para ellos? Escudos de palabras, escudos que puedan oponer a una realidad que a veces es de mierda.
Claro que hay que proteger a los niños. Es solo que no estoy segura de cómo, no estoy segura de si así. Estoy segura de que en este campo preferimos pecar por exceso. Pero es tan triste pensar que uno puede llegar a lamentar haber concedido libertad, nos hace tan mezquinos la desconfianza...
«Pero es que escribo libros para niños. Necesito leer libros para niños», intenté convencerla. «Sacar puedes sacar, pero no puedes estar sin niños», zanjó. Por un instante me imaginé comprando un muñeco reborn de esos.
Saqué los libritos que quería de la parte infantil y me senté en los sillones que hay en la entrada, fuera de la sala.
A los pocos minutos vino un guardia de seguridad. «No puede estar aquí», me dijo.
Yo lo intenté tímidamente: «Es que estoy leyendo libros para niños…».
Él no me habló de pederastas pero fue firme al delimitar el espacio prohibido. «La parte reservada a niños empieza aquí», y me señaló dos pufs tirados en el suelo. Uno tenía forma de león; otro, de dragón.
Recogí mis libros y mis trastos y me fui maleducadamente, sin siquiera despedirme.
No pueden pedirme que abandone con una sonrisa un espacio que siento (sentía) mío por derecho propio.
Ojalá bastara con la protección de dragones y leones.
Estamos mal, muy mal.