lunes, 30 de julio de 2012

¿Vacaqué?

Queridos lectores:
Los escritores no conocen la palabra "vacaciones". Yo lo más cerca que he estado de unas vacas (herens) ha sido ahí donde me ven en la foto, hace unas semanas, en Suiza. Pero incluso ahí trabajaba. Que si abre el paraguas, que si quita el nido de abeja, que si prepara el beauty dish... No les pongo enlace para que vean lo que es un beauty dish, si es que no lo saben, porque lo que se puedan imaginar -un plato de belleza cruda, listo para devorar- es mucho mejor que la realidad. Hasta en la foto trabajaba. Si yo les contara...
Pero me voy. Lo que quería con este post es desear a todos los que no son escritores unas felices vacaciones. Y a los que son escritores, que les cunda.
Conduzcan con cuidado y bailen sin él. 
Manden postales a direcciones postales.
Lean buenos libros, conozcan buenas personas y coman buenos alimentos.
Y algunos días compren el periódico y no lo lean.
Ah, y no se fíen de las personas que siempre andan dando consejos, acabando sus textos con imperativos.
Les dejo. Tengo trabajo. Estoy terminando una novela.
Con mucho cariño,
La Oro
PD: Quienes lo sientan necesario pueden añadir mentalmente todos los "y queridas", "y lectoras", "y escritoras"... que deseen. Yo es que estoy un poco vaga.

lunes, 23 de julio de 2012

Las fabulosas canciones del verano

[Aviso: aquí va una columna con enlaces. Si pinchan en ellos, que sea bajo su enterita responsabilidad.]
Es tal la sutileza de las canciones del verano (“mami, qué será lo que tiene el negro”, “a ella le gusta la gasolina; dame más gasolina”, “aserejé ja dejé”…) que nos dejamos las neuronas tratando de descifrar sus significados más ocultos y pasamos por alto los más obvios. Sucedió con “Los micrófonos”. “Prova, prova los micrófonos”, jadeaba hace unos años una políglota italiana con ese insuperable tesón de las canciones del verano. Pero la gente se dedicaba a pensar en cosas raras y tórridas en vez de concentrarse en el mensaje literal. Y mira que Tata Golosa lo decía claro e insistentemente: hay que probar los micrófonos. Solo así podemos saber cuándo se nos oye y cuándo no, y hablar en consecuencia. En realidad, “Los micrófonos” era una canción política, dirigida a políticos, que de haber sido convenientemente escuchada habría ahorrado a nuestros próceres más de un bochorno.
Los micrófonos captaron el “que se jodan” que dijo Andrea Fabra cuando creía que no la oían, y ahora es ella la protagonista de esa canción del verano que se anda con las mismas sutilezas que la diputada y que reza: “que se jodan los que ocultan, que se jodan los que insultan (...) y si soy parado digo: que se joda Andrea Fabra”. Muy bailable no es, pero desahoga casi tanto como el “Que la detengan” o el “Candela, que te den candela; veneno, que eres un veneno; cobarde, que has sido un cobarde. Con Dios y te aguante tu padre”. ¿O era “tu madre”?
Cuando nadie me ve, puedo ser o no ser. No enciendas las luces que tengo desnudos el alma y el cuerpo”, cantaba Alejandro Sanz en una canción del invierno. Es cuando nadie nos ve, cuando nadie nos oye, o cuando creemos que nadie nos ve (no enciendas las luces) ni nos oye (prova prova los micrófonos) cuando somos tan miserables o tan grandes como podemos llegar a ser. Richard Avedon fotografió a Marilyn Monroe cuando nadie la veía, después de horas de haber hecho de mujer sexy, y salió la foto de Norma Jean, una mujer con la mirada baja y la inseguridad de quien duda si llegará a ser feliz alguna vez, el retrato de un animalillo indefenso. Es ahí, cuando nadie nos ve, cuando nadie nos oye, cuando sale el animal que somos, ya sea cervatillo, cerdo, mariposa, leopardo o alimaña. Si queremos seguir ocultándolo, será mejor comprobar los micrófonos. Qué gran moraleja.
A ver si la canción del verano va a ser la heredera de la fábula. Si no a santo de qué tanto animal: que si el tiburón, que si el “venao”… Y esas moralejas: “para hacer bien el amor hay que venir al sur”, “dale a tu cuerpo alegría (Macarena)”, “toma vitamina cuando te enamores y nunca llores”, “maiahii maiahuu”… “Prova, prova los micrófonos.”

Esta columna apareció publicada en Heraldo el 22 de julio de 2012.

lunes, 9 de julio de 2012

Zapatos nuevos

Aprendí pronto que la alegría puede considerarse fuera de lugar.
Cuando murió mi abuelo, siendo yo niña, mi padre estaba en Chile. Mi padre volvió tan pronto como pudo, que fue mucho más tarde de lo que habría querido, y cuando entró en casa de vuelta de un viaje largo y durísimo, yo salí a recibirlo emocionada con los zapatos que me acababa de comprar mi madre en Kickers, allá en Los Enlaces. “¡Mira mis zapatos, papá!”, fue mi saludo. Recuerdo que mi madre me fulminó con la mirada. Mi padre siguió arrastrando la maleta hacia su cuarto. Los dos estábamos de estreno: yo estrenaba zapatos y mi padre estrenaba orfandad.
No estoy segura de si hice mal. Lo que era extemporáneo, inoportuno e inconveniente, no era mi alegría sino que mi abuelo hubiera muerto en aquel momento, cuando su hijo estaba fuera, cuando iba a sentirse culpable por no haber estado ahí. Nunca es momento para que se muera un padre. Evidentemente.
Recuerdo esta anécdota esta semana llena de miradas fulminantes, llena de gente intentado hacer sentir culpable a otra gente por estar alegre. España se ha dividido entre los que gritaban “goool” y los que reclamaban silencio como la enfermera de aquellos clásicos carteles; entre los que admiraban a Torres y los que admiraban a los bomberos, como si no se pudiera admirar a los dos a la vez; entre los partidarios del epicureismo y los de una especie de estoicismo preñado de intensidad (esto Irene Vallejo lo explicaría mucho mejor). Yo no soy futbolera, pero creo que hay que ser cenizo (y perdonen la palabra en estas circunstancias) para afear la alegría a alguien. Bienvenida sea, y más ahora. Cuándo celebrar si no las cosas buenas que nos pasan, si la alegría también caduca. La alegría no espera. Por eso cuando nos asalta solo cabe levantar las manos y dejarse hacer.
A los males que ya sufrimos, no podemos sumar ese “conlaquestácayendismo” que amenaza con devorarnos el ánimo. Los columnistas vivimos acobardaditos. Ya no nos atrevemos a hablar de ligerezas. Los cómicos ya no saben si pasarse al drama. En Internet los tuits se vuelven graves. Hasta los fruteros parecen temer vender rodajas de sandía, tan joviales. A este paso, la gente acabará teniendo miedo de reír en público, no vaya a llegar un patrullero de la preocupación y le espete: “¡Cómo puede reír! ¡Con la que está cayendo!”.
Se puede reír. Se debe reír. Y no por ello lo demás no importa. No es que nos baste con pan y circo. No es que no duela lo quemado, lo recortado, lo perdido... ¿O qué se creen? ¿Que aquella niña no estaba triste porque ya nunca volvería a estirar aquellas enormes orejas de su abuelo? Es solo que por un momento, solo por un momento, se sintió como chica con zapatos nuevos.

Este texto apareció publicado en Heraldo el 8 de julio de 2012.
Fotografía de Gerald Waller.

domingo, 1 de julio de 2012

Poteitos, potatos y esferas

He descubierto por qué las relaciones humanas acaban en drama. O en "no hay quien te entienda". O en you say poteito and I say potato. Es porque somos unos ilusos que pretendemos transmitir lo que llevamos en la cabeza o lo que nos pesa en el corazón con palabras, y así no hay manera. La clave me la ha dado un cómic de Max (pinchen en la imagen para ampliarla):


El cómic ilustraba este texto de John Dewey (parece un poco espesito al principio pero se aclara al final):
 La importancia del lenguaje para la adquisición de conocimientos es indudablemente la principal causa de la idea común de que el conocimiento puede transmitirse directamente de unos a otros. Parece casi como si todo lo que tenemos que hacer para llevar una idea a la mente de otro es introducir un sonido en sus oídos.
¿Vieron cómo fracasa el lenguaje en el cómic de Max? Estrepitosamente.
Que le hagan ver eso a un educador, que tiene otros recursos -la acción, la experiencia...-, vale. ¿Pero cómo suena eso a un escritor, que solo tiene el lenguaje? ¡Como para tirar la toalla!
Además, si difícil es transmitir conocimientos a través del lenguaje, ni les cuento transmitir sentimientos. No quiero ni pensar en la insuficiencia del lenguaje para transmitir algo tan informe, difuso y privativo como la vergüenza, el dolor, el amor o la rabia. Al fin y al cabo, una esfera es un concepto limitado, concreto, inopinable. Pero el sentimiento es al conocimiento como una patata a una esfera. Comparada con una esfera, una patata es algo informe, imperfecto, siempre diferente; es algo a lo que le salen raíces si lo dejes estar, y acaba oliendo fatal si se pudre.
"Llevar una idea a la mente de otro"..., decía Dewey. ¡Pues anda que llevar un sentimiento! Piensen, piensen en la cantidad de veces que acaban a la gresca en el intento en su vida diaria. ¡Ay, y yo que andaba escribiendo una novela, intentando llenar el bocadillo mental de mis lectores con un montón de patatas!
Aunque tal vez... Sí, tal vez sea posible. Tal vez alguna vez, como se dice en este precioso vídeo, "los ojos de una novela permiten que un cerebro toque delicadamente a otro cerebro". Alguna vez... Justo la vez de "érase una vez".
¿Me explico? ¿Se me entiende? ¿Patata?
¿Po-tei-to?

El cómic y el texto citados aparecen en La educación según John Dewey, de Maite Larrauri y Max (ed. Tándem). No se pierdan la colección completa, "Filosofía para profanos".
Muchísimas gracias a Mara Oliver por el vídeo.
Y alégrense el día. Pinchen, si no lo hicieron ya, en el enlace poteito.