jueves, 24 de octubre de 2013

Pendiente de lectura

"No es lo mismo llegar a una madre con un libro en papel (y que colocará en el mueble del salón) que en ebook... :D #CongresoEbook", tuiteaba hoy Julián Marquina desde el Congreso del Libro Electrónico en Barbastro. Y tiene toda la razón.
Se me ocurre otra cosa para la que no es igual un libro que un e-book. Se me ocurre por culpa de Antonio Muñoz Molina, de quien es imposible escapar esta semana. Hace unos días confesaba Muñoz Molina que había leído por fin a Thomas Bernhard después de llevar media vida en compañía de sus libros. Así lo contaba:
Qué manera tan rara tienen a veces los libros de llegar a nosotros. Parece que nos esperan sin prisa, como concediéndonos el tiempo que nosotros mismos no sabemos que necesitamos. Durante más de veinte años esos volúmenes de Bernhard han estado conmigo, presentes en mi vida sin que yo los leyera, visibles en mi biblioteca, como una casa junto a la que pasa uno todos los días y la mira y se siente atraído pero no se decide a llamar a la puerta. 
Y me pregunto yo: ¿nos esperarán así los e-books, esos archivos casi invisibles en nuestros e-reader? ¿Nos sentiremos atraídos por ellos? ¿Nos pesará esa lectura pendiente como nos pesa la de los libros que esperan en nuestras estanterías? ¿Qué pesa más: mil kilos de papel no leído o un giga por leer? ¿El peso de un libro no leído en la conciencia de un lector es inversamente proporcional al número de gigas almacenados?
Curioso que justo hoy, que ando con virus no informáticos, rellenando pañuelos de papel, me dé por pensar esto. Se ve que soy incapaz de resfriarme sin reflexionar sobre que si lo digital que si el papel, será que temo -esta sí- la llegada de los clínex electrónicos.

La imagen, como la lectura de Bernhard por Muñoz Molina, también estaba latente, una foto que estuvo años sin revelar. Estaba en uno de esos carretes que dejó Vivan Maier, la niñera reportera.
Qué maravilla, ¿no les parece? Todos los carretes que nos quedan por revelar, los libros que nos quedan por leer de una u otra forma, las canciones por bailar, la música por escuchar, los clínex por llenar de mocos... La vida, en fin. La vida, ese trajín.

martes, 22 de octubre de 2013

Volvamos a poner el ego sobre la mesa

Escribí varios artículos de los que me siento particularmente orgullosa para El Tiramilla. La revista, pena, desapareció. Los recupero ahora aquí. Como innecesaria prueba de vanidad, empiezo por reproducir hoy...

Pongamos el ego sobre la mesa
Estudié diez años en un colegio de monjas que presumían de su humildad (nótese el oxímoron). Entre muchas otras cosas, las josefinas me enseñaron eso, a ocultar mi vanidad y hacerla pasar por otra cosa.
Pero soy un pavo real.
Como me siento tan culpable de serlo (malditas josefinas), a veces me consuelo diciendo: “¿Y quién no?”. El otro día mi hermano alivió definitivamente mi conciencia:
–Todos somos egoístas e inteligentes –dijo. (Creo que todo había empezado por un “esa tostada era para mí”, o algo así.) Y luego añadió–: Y no es nada malo.
Es verdad. Es necesario que alguien se ocupe de uno, y quién mejor que uno mismo (esto acabará hablando de literatura y de peleas, no desesperen).
 –¿Y las madres? –le dije como prueba de que no siempre somos egoístas.
Ahí mi hermano estuvo dispuesto a hacer una concesión, pero en el fondo sé que esa es otra coartada del egoísmo.
Ya llego: me busco en Google. Tengo activada una alerta sobre mi nombre y sobre Pomelo y limón [añado ahora lo mismo sobre Croquetas y wasaps] que me hace llegar lo que se escribe sobre mí y no pocas noticias sobre cócteles, dietas de adelgazamiento y noticias del sector de los cítricos. Además, donde no llega mi paranoia, llega mi padre, que es como la madre de la Pantoja pero con conocimientos informáticos y cada cierto tiempo me envía, sin añadir un solo comentario, un enlace a algo que ha encontrado sobre mí en la red.
Podría decir que mis libros son como mis hijos y que cuando me busco en Google, lo hago porque quiero saber qué es de ellos. Pero sería parcialmente falso. Lo que busco es lo mismo que el pavo real cuando vuelve la cabeza: ver el brillo de sus hermosas plumas a la luz del sol.
Pero ¿qué sucede cuando lo que encuentra uno no son unas hermosas plumas brillantes? ¿Qué ocurre cuando la luz -esa luz que emite otra conciencia que no es la tuya sino la que ahora es propietaria de tu libro, de tu hijo, la luz del lector- muestra que tus plumas no son tan brillantes ni tan hermosas como pensabas?
Por fortuna, apenas lo sé. Las críticas a Pomelo y limón [¡y las de Croquetas y wasaps!] han sido excelentes. Salvo dos.
Ante esas críticas, las negativas, uno tiene básicamente dos opciones: pensar que le han iluminado mal, que no han sabido ver el brillo de sus plumas, o bien, hacer el esfuerzo de ver sus plumas bajo esa luz. Y quizás aprender.
Recientemente, en el Reino Unido, comentaristas en redes sociales, blogueros y autores se han enzarzado en críticas, réplicas y contrarréplicas y han llegado virtualmente a las manos. La escritora Danielle Weiller escribía a raíz de una crítica negativa en Goodreads, la famosa red social de libros: “Me pregunto si los lectores se dan cuenta de que a veces los autores los leen y de que pueden sentirse heridos por según qué tonos y comentarios.”
Yo pediría a los lectores precisamente lo contrario, que se olvidaran de que los leemos. No quiero llegar a un blog y leer una reseña “dedicada a la autora que me estará escuchando”. De hecho, cuando leo reseñas de mi libro, me siento un poco mal, una infiltrada, porque esas reseñas no están hechas para mí. Y está bien que sea así. Esas reseñas están hechas para orientar a otros lectores, no para dar masajes en la espalda a los autores, que para eso ya tenemos familia y amigos.
Leigh Fallon, otra autora envuelta en la polémica tras hacerse pública su solicitud dirigida a familia y amigos de que le ayudaran a relegar una reseña negativa sobre su libro a los últimos puestos en Goodreads, se vio obligada a disculparse ante la autora de esa reseña negativa (la misma a la que en su solicitud privada llamó “vaca estúpida”). En su carta le dice: “Tu reseña me dolió. Ya sé que no era un ataque personal, pero hay días en que tengo la piel fina”.
Al final, de eso se trata, del grosor de la piel. Hace tiempo que lo aprendí, y fue un aprendizaje largo y doloroso. Te lo lego, querido lector, autor, bloguero… ser egoísta e inteligente que eres, con el sincero deseo de ahorrarte inútiles sufrimientos: si quieres sobrevivir como pavo real, hazte con una piel de elefante. Y sobre todo, sigue a rajatabla los consejos de Julie Bertagna en el artículo de The Guardian que glosa la reciente polémica: “Porque al final, ¿a quién pertenece un libro? Lo más difícil que debe asumir un escritor una vez que ha publicado su libro es que ya no es suyo... aunque ponga tu nombre en la cubierta y viva dentro de ti. Lo único que te queda por hacer es armarte de valor mientras el libro se abre paso al mundo, ser cortés [stay gracious, dice, con ese bonito matiz de serenidad y elegancia] y ponerte manos a la obra con el siguiente libro. Y si no puedes soportar el acaloramiento de la blogosfera, no te busques en Google”. Amén.
Firmado: Gracious Oro
Ah, y si alguien quiere dejar un crítica positiva o negativa de Pomelo y limón, le agradecería muchísimo que lo hiciera aquí. Creé esta página para dar cabida a críticas feroces y a reales parabienes, y estoy deseando y temiendo que se llenen. Ambas.

En la imagen, de Richard Avedon, yo preguntando a ese espejo llamado Internet: "espejito, espejito, ¿quién escribe más bonito?".
Este artículo fue publicado en el, snif, desaparecido El Tiramilla el 8 de febrero de 2012.

viernes, 18 de octubre de 2013

Twiter era una fiesta

Entraste un día en medio de una canción. Deberías saber ya que la música no espera por nadie. Tampoco por ti.
Abrumado, te fuiste a un discreto rincón de la barra y los viste bailar. Ya no lo recuerdas, pero esa visión posiblemente es la más certera que nunca tendrás de ellos. Desde esa esquina de la barra, aquella primera vez, viste el ahuecar de sus plumas, el nervioso aleteo, el planear carroñero, el furibundo zarpazo, oíste el lastimero piar, los alegres trinos, el monótono zureo, el inconfundible crotorar... Todo lo viste y oíste aquella vez. Lástima que no pudieras verte a ti mismo.
Todo lo viste y todo lo olvidaste -ya te he dicho- cuando empezaste a salir a bailar. Al principio con timidez, sin apenas mover los brazos. Revoloteaste alrededor de alguien. De repente tus ojos se cruzaron con los de un bailarín, le alzaste la copa y las cejas. Te encontraste con algún conocido, con algún amigo, le lanzaste un favorito como quien manda un beso. Te alegraste de encontrarlo. Te alegraste tanto que, cuando te sacó a bailar, te dejaste llevar. Diste una vuelta de su mano. Le miraste a los ojos un momento, meneaste las caderas. Volviste a la barra más animado. Alguien te llevó a un sitio donde nunca habrías llegado solo. Te hicieron reír. De repente sonó esa canción que te gustaba y te olvidaste de todo. Te hicieron corro. You are the dancing queen... Alguien te cogió de la mano, te hizo girar sobre un pie y los reflejos de la bola de espejos te cegaron y qué gusto da bailar, es el momento de tu vida, o como quiera que se traduzca eso. Aún seguías al ritmo de la pandereta cuando ya no había rastro de ella porque era otra la canción que sonaba, y esa no, no te hacía mover los pies, así que volviste a acodarte en la barra y miraste un rato, otro rato. Pensaste que igual volvería a sonar ese tema, pero no, ya no. Incluso hubo un día en que te quedaste de guardia, toda la noche despierto, para ver si tenías suerte y volvías a vivir el momento de tu vida. De vez en cuando sales a bailar, ríes, te enteras de cosas, disfrutas de la compañía. Pero siempre, en algún momento que no siempre coincide con una canción tristona, un momento que bien podría ser bailable, te alcanza como una epifanía la certeza de que estás solo. Rodeado de gente y solo. Lo que pasa es que esa certeza llega acompañada de otra certeza gemela: que todos los demás también están solos. Y eso es bastante parecido a la compañía. Y por eso vuelves.

En la imagen, de Larry Fink, tuitstar soltando una perla de humo. A su alrededor, tres seguidoras prestas a darle RT. Si quieren ver más fotos de la fiesta, no se pierdan la exposición Body and soul ahora en el museo Pablo Gargallo.

sábado, 12 de octubre de 2013

¿Qué dices de la literatura juvenil?

Cuando escribo novela juvenil, no lo hago con tres dedos. Cuando escribo cuentos infantiles, no me lobotomizo. ¿Es preciso aclararlo? Quizá sí.
Lo hago ahora al hilo de los posts de Gemma Lluch sobre las lecturas juveniles como pasarelas (o no) para la educación literaria. Gemma, que no es lista ni ná, que no ha leído libros juveniles ni ná, se cuida muy mucho de hablar de "literatura juvenil", y habla ahí de "lecturas juveniles". Sus comentaristas, que tampoco nacieron ayer, no tardan en meter el dedo en la llaga, y hablan del "salto a lo literario", de la diferencia entre "competencia lectora" y "competencia literaria", y contraponen la "paraliteratura" a la "literatura literaria". Y parece que hay cierto acuerdo en que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Incluso se señala que hay autores que hacen libros juveniles "industriales" para sobrevivir "aunque luego también hagan buena literatura". ¿Y cómo lo veo yo como autora? 
Como autora, no me siento al ordenador, me froto las manos y digo: "bien, hoy escribiré unas paginillas, pero no literatura, que eso cansa mucho, y total, esto va a ser para adolescentes". Al contrario. Pondré un ejemplo, relativo al uso del lenguaje. Siempre escribo con todo el paquete de palabras que tengo en la cabeza más ese bonito anexo que son los diccionarios. Si estoy escribiendo para adultos y quiero poner un palabro, lo pongo y santas pascuas. Pero ¿qué sucede si estoy escribiendo para un lector poco avezado que sé a ciencia cierta que no comprenderá esa palabra? Descarto la arrogante posibilidad de ignorar su ignorancia y darle ajo y agua, y me encuentro entonces con las siguientes opciones:
a) Busco un sinónimo pero, al encontrarlo, me doy cuenta de que en la palabra sinónima se pierde un matiz que consideraba importante. Paso entonces a b) o c).
b) Busco una metáfora que diga todo lo que quería decir el palabro. De esta búsqueda a veces resulta algo bello, mire usted por dónde.
c) Pongo el palabro cuidándome muy mucho de que el contexto ayude a comprenderlo y con plena consciencia de que, en ese momento, estoy regalando una palabra nueva a mi lector.
Ya ven, casi igual que poner el palabro sin más. El mismito esfuerzo.
Y así con todo.
Y por eso es más difícil escribir para niños y para jóvenes. Y porque mientras me concentro en escribir bien, todo lo bien que puedo, todo lo literariamente que sé, además tengo un neón encendido en mi cerebro que dice "atañer". Como la literatura es un intento sofisticado de comunicarse profundamente, me preocupo de contar cosas que lleguen a tocar a mis lectores o de hacerlo de tal forma que sientan que les incumben, porque si no, la comunicación será imposible. Lo sé porque llevo media vida accionado ese mecanismo de desconexión comunicativa cada vez que mi madre me narra un partido de tenis juego a juego o cada vez que me explican algo relativo a mecánica automovilística.
Y esa es para mí la gran diferencia, no tanto el lote de palabras con el que me manejo, ni mucho menos la exigencia literaria que me impongo, que es siempre la misma, sino que lo que atañe a un joven es distinto a lo que atañe a un niño o a un adulto. Y por eso si un adulto me pide algo mío de leer, le doy alguna columna de este blog. Y si no le doy Croquetas y wasaps no es porque considere que sea menos bueno o más malo sino porque temo que la primera parte no le ataña, aunque estoy casi segura de que la tercera le atañería, y de qué manera. Y si un niño de nueve años me pide algo, le mando a leer a los Croqueto, agentes secretos y no a Superleo, un personaje que le parecería tan pueril a él, que con nueve añazos, hace mucho que abandonó Pocoyó para ver Jessie. Solo a Publio Terencio Africano le recomendaría la totalidad de mi obra, pero eso es porque dijo que nada humano le era ajeno.
Perdonen que haya saltado como una fiera herida a uno de los márgenes del debate, y que haya desoído interesadamente la defensa de la literatura juvenil de la propia Gemma Lluch, o de Luis Arizaleta, o el estupendo comentario de Catalina García-Huidobro, pero es que los escritores de novela juvenil andamos muy susceptibles y muy caninos de reconocimiento literario. No me malinterpreten. No negaré la evidencia. Hay libros juveniles que atañer, atañen, pero que no son literatura, aunque ¿quién otorga esa categoría entre los contemporáneos? Y en el otro extremo, y vuelvo al post de Gemma, están los indiscutibles literarios, los clásicos, que lo son porque atañeron, atañen y atañerán siempre al lector competente que sepa descubrirlo, y ahí están esos ejemplos que ponía la Lluch de profesores que se descuernan intentándolo, intentando que ese lector juvenil descubra que el dolor de Garcilaso es el suyo. ¿Que si sirven las novelas juveniles para acceder a los clásicos? Me gustaría pensar que las mías sí, aunque solo fuera porque los cito y los entremeto. Pero es solo un whishful thinking.
Y aún diría más al hilo de esos posts y sus comentarios, y lo diré, pero otro día, porque ya temo estar quedándome sola en este acto comunicativo, tan largo para el molde de un post. De hecho... ¿Hay alguien ahí? ¿Alguien a quien toda esta elucubración le haya atañido? Por Dios, qué feo suena eso de "atañido". Creo que es la primera vez que escribo esta palabra. Pero bah, da igual, a estas alturas, Oro, ya estás hablando sola. Si es que... ¿no presumes tanto de tener en cuenta a tu lector? Hija mía, que están leyendo en internet, que no hay quien resista un post tan largo, si parece el programa largo de... ¡Andá, si no has puesto el lavavajillas!

En la imagen, de William Klein: yo por la literatura juvenil, ma-to.

jueves, 10 de octubre de 2013

Los diccionarios

“Cuchufleta”, “taquimeca”, “tingitano”, “tiritaña”… ¡Qué palabras más bonitas! Y salen todas en el diccionario. No saber una palabra es perderte una parte del mundo.
No hace falta que leas el diccionario de corrido (aunque podrías hacerlo y luego presentarte a Pasapalabra), pero bucear de vez en cuando en un diccionario, pescar una palabra y meterla en tu vida, como quien mete un recuerdo o un amigo, es una de las mejores cosas de haber nacido humano y no gorila, o papamoscas (toma palabra). Diccionarios hay muchos. Los hay más prácticos, más divertidos, más bonitos…
Te vamos a presentar dos que acaban de salir, aunque puedes buscar muchos más:
-Pequeño diccionario de palabras de los adultos, de Bertrand Fichou con ilustraciones (¡muchas!) de Robin (SM). En él encontrarás palabras como “estado”, “transgénico”, “ere”, “reforma”, “facebook”… Palabras que estás harto de oír y que pueden parecerte aburridas pero que, explicadas con un cómic, no lo son tanto. En el libro se dicen cosas que a los mayores también les vendría bien recordar como, por ejemplo, en la definición de “verdad”: “Si todos distinguiéramos los hechos de las opiniones, seguramente nos llevaríamos mejor.”
-Cien palabras. Pequeño Diccionario de Autoridades, de Rosa Navarro Durán, con ilustraciones de Noemí Villamuza (Edebé). Este es un diccionario de los bonitos. En él Rosa te ofrece cien palabras para que las hagas tuyas. En esta tarea le ayudan las ilustraciones de Villamuza y los textos de un montón de escritores que demuestran cómo se usan. Mira esta:
“ENTREMETER. Meter una cosa entre otras.
«El que sabe dormir es el que se entremete la almohada entre el hombro y la mandíbula como si fuese el violín de los sueños». R. Gómez de la Serna.”
Publicado el 9 de octubre de 2013 en Heraldo Escolar.
En la imagen, Chema Madoz reinventa la palabra "birrete".

jueves, 3 de octubre de 2013

Viaje gratis a Italia

¿Pero han visto la foto? ¿Se les ocurre algo más italiano? Y tal cual estaba la pared. L'Italia è così!
Mi vecino lleva un tiempo allí. Me manda fotos, como esta. Yo no sabía qué hacer con ellas porque no se me ocurría nada a la altura.
Cuando mi vecino estaba en Conil de la Frontera, creamos la Venta El Maestro.
Cuando se fue a Nueva York, quedamos, él y yo, sus fotos y mis textos, en whoooosh.
He guardado las fotos italianas en la nevera, pero cualquiera diría que las he tenido en el horno, porque lo que finalmente ha salido, lo que está saliendo, es una cosa nada fría, una colección de postales muy italiana y vocinglera, muy de espera-que-me-quito-el-tacón-y-te-lo-lanzo-a-la-cabeza (¿o eso era más bien vedetero?).
Los textos son cortísimos y normalitos, una prueba de voz. Además esta vez lo que importa no es tanto la voz como la historia, que -ya verán si quieren- puede deparar muchas sorpresas. En cualquier caso, las fotos... Las fotos no tienen desperdicio, así que no se las pierdan. Con todos ustedes...
Un cordial saludo.
(Es que se llama así el blog de la cita: "un cordial saludo", y de cordial, y de educado, solo tiene el nombre.)
Y, ahora sí, mi despedida: un beso a la italiana.

martes, 1 de octubre de 2013

Te hablo a ti

Te lo digo mirándote a los ojos. Y te lo digo de tú -te extrañará si sueles venir por aquí-, porque el silencio es lo único que me apea del usted, y voy a hablar de eso.
El otro día asistí a un silencio institucional. Era en el Pleno de las Cortes, de Aragón, claro (me estoy volviendo muy local). Un minuto de silencio por el fallecimiento de José Atarés.
Ahí estaban los del tendido mirando a los árbitros, los árbitros mirando al tendido, un secretario mirando al gallinero, los del gallinero mirando al tendido y a los árbitros, y de repente, un leve movimiento gallináceo de cuello y todos miramos hacia otro sitio, los diputados mirándose las puntas de los pies, la mesa sobre la que reposan sus móviles, sus iPads, sus papeles... y luego, gallinas de cuello bamboleante, de nuevo hacia la Mesa, hacia el techo, hacia la Cámara, hacia la puerta de enfrente... Porque un prolongado silencio rodeado de gente es un campo de minas. En un largo silencio  no se sabe hacia dónde mirar pero se tiene muy claro dónde no mirar: a los ojos. Un silencio largo mirando a los ojos de alguien solo puede acabar en un beso o en una bofetada, y no son las Cortes un lugar para eso. O sí.
Y luego está lo contrario, hablar, parlotear incesantemente, a los ojos de nadie. Lo estoy haciendo en una de las experiencias de formación más estresantes que he vivido. Imparto un taller a distancia sobre planes lectores de centro. Mis alumnos me ven a mí. Yo no les veo a ellos. No sé si están. No sé si les aburro o les aturdo. Hablo hacia mi propio ordenador. Es incomodísimo. Me da dolor de cabeza.
Es raro que me resulte tan incómodo. Debería estar acostumbrada. Al fin y al cabo, me dedico a eso.
Te hablo a ti sin verte los ojos. A veces confundo tus ojos con los míos. Soy escritora.

Una experiencia de dinosauria

Leo sobre esos nuevos dinosaurios que son los padres que leen a sus hijos todas las noches. Dicen que están en peligro de extinción, al menos en Gran Bretaña.
Leo también que "los jóvenes tuitean, escuchan música y ven la televisión al tiempo que intentan leer un libro. Los estímulos son demasiados y llevan a la falta de concentración sobre una sola tarea". Lo dice el psicopedagogo Juan Planas en un artículo tan old-fashioned que solo se puede leer en papel, en el Heraldo del 15 de septiembre de 2013.
Yo, que soy madre, pero que tuiteo, veo la televisión, me pinto las uñas y contesto correos a un tiempo, ni le quito ni le doy la razón. Pero con ustedes compartiré una confesión que bien podría ser un truco. Allá va:
Mi hijo es adicto a la Nintendo, la televisión, el ordenador y la tableta como el que más. Cuando se le agota la batería, es capaz de jugar tirado en el suelo junto a cualquier enchufe mientras se le carga el cacharro que sea. Y también es lector. Faltaría plus (y que yo perdiera mi trabajo como predicadora de la lectura).
De un tiempo a esta parte, hemos adelantado la hora del cuento. Aunque él lee perfectamente de forma autónoma, y le gusta, yo sigo leyéndole, y le encanta. ¿Cuándo? Ya no esperamos a que él esté en la cama y yo, más que él, me caiga de sueño. Ahora le leo mientras está en la bañera.
Cada día sale de allí más limpio, más sabio, más arrugado y más feliz. Sé que es una práctica no muy ecológica (agua, papel...) pero reciclamos mucho para compensar.
¿Que qué tiene que ver esto con lo de la tecnología? Si se hacen esta pregunta es que pertenecen a ese pequeño y feliz porcentaje de la población que no ha visto caer su teléfono por la taza del váter. Y además, ¿les suena la palabra electrocución?
Como dice Bernat Ruiz Domènech, entre otras cosas (estas sí, a favor de la tecnología, posible aliada de la lectura): "cada cosa tiene su lugar y su momento". En casa guardamos un lugar a los libros junto a los patitos de goma.

En la imagen, de Bill Brandt: nuestra querida Tinette asegurándose de que mi hijo se enriquece pero no se cuece. Y como vuelva a pillarla pisando con los zapatos la alfombra blanca de rizo, a esta... a esta lo que le leo es la cartilla.