viernes, 29 de marzo de 2013

Croquetas...

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Cada escritor tiene sus propias obsesiones. La mía, al parecer, son las croquetas.
Como toda buena obsesión, era inconsciente. Pero me es imposible seguir ignorándola. He logrado identificarla, he unido sus piezas y ya no necesito un psiquiatra. Estas son:

Croqueta 0: Mi madre hace las mejores croquetas del mundo. Antes las hacía mi abuela.

Croqueta 1: El primer encargo que recibí como escritora fue un libro de Lecturas para 1º de Primaria: Duendes. Las primeras lecturas eran terriblemente complicadas porque era uno de esos métodos que van introduciendo las letras poco a poco. Imagínense escribir un cuento sin la t, la b, la d... Además, cada vez que introducías una nueva letra, debías intentar meter varias palabras con esa letra. Les reproduzco la lectura que hice para la cr.
Hace muchos años, en un país llamado Crulandia, las croquetas tenían cremallera. Bastaba con abrir la cremallera para saber de qué estaban hechas: bacalao, jamón, pollo... Pero un día de julio estalló la revolución [pero cómo era yo de jovencita, ¡"de julio"!]. "¡Respeto al secreto!", decían las croquetas y se negaron a llevar cremallera. Ahora en Crulandia, como en todo el mundo, el contenido de las croquetas es un secreto. Solo al comerlas, sabrás de qué están rellenas.
¿Respeto al secreto? ¡Es el resumen en tres palabras de Pomelo y limón, mi primera novela juvenil!

Croqueta 2: Hace años escribí las lecturas para unos cuadernos de vacaciones. Para ello inventé unos de mis personajes favoritos: los Croqueto, agentes secretos. Las historias de los Croqueto, un padre y una hija (no hay ni rastro de la madre) son del tipo que-te-tronchas.

Croqueta 3: En julio de 2011 escribí en este blog un post titulado "Mi tendencia al croquetismo". Ese post habla de niños, de croquetas, de la vida, de la muerte, y en él se cita una canción de Jacques Brel y una de Serrat. Olvidé que había escrito ese post.

Croqueta 4: Mi nueva novela se titula Croquetas. Iba a ser Croquetas a secas. Pero finalmente será Croquetas... y algo más que revelaré un día que me levante menos misteriosa.
Tenía el vago recuerdo de haber escrito algo sobre croquetas en mi blog, pero cuando el otro día lo busqué y lo releí, releí esa croqueta 3 a la luz de la croqueta 4, me quedé de pasta de boniato. Brel y Serrat, la vida y la muerte, los niños y las croquetas aparecen en mi nueva novela. Pero entonces no lo sabía. Entonces solo andaba escribiendo una novela tipo que-te-tronchas sobre una chica que también sale en Pomelo y limón y que no sabe decir adiós. A los vivos. Como ella mismo acaba diciendo: "Por encima de todo, hay que saber decir adiós a los vivos que no nos hacen felices y a los que no podemos hacer felices. Lo demás es hacer el imbécil. Lo demás son telarañas."

En la imagen: yo. Querría que pareciera que me estoy poniendo evocadora, pero creo que más parece que pregunto: "Espejito, espejito mágico, ¿quién es la más bella?". O aún más patético: "¿Quién es la más joven?". Así es. El espejo se me puso castizo y me cantó: "Anda y que te ondulen con la permanén y pa' suavizarte, Photochof te den", pero mi vecino, el fotógrafo, se empeña en sacarme natural como la vida misma. 
Puede que, además de con las croquetas, tenga una pequeña obsesión con la edad.

domingo, 24 de marzo de 2013

¡Perdón por existir!

He llegado. Al punto de no retorno. He visto el boceto de cubierta de mi nueva novela y hoy empiezo a hablar de ella. Aviso: esto va a ser un no parar.
No se me quejen. Desde que terminé de escribirla, hace un montón de meses, he estado mordiéndome la lengua. ¡Pero si nada más acabarla, me subí a una montaña para poder gritarlo a los cuatro vientos sin dar la tabarra a nadie! Claro que entonces me pasó lo que me pasó.
De ahora en adelante, tienen dos opciones: seguir leyéndome o esperar a que se me pase. Yo me lo curraré. Intentaré ofrecerles algo más que mi propio ombligo: algún descubrimiento, unos versos que les golpeen en alguna parte, una foto que se les pegue al interior de los párpados, un enlace interesante, una gracia... Y seré honesta. Cada vez que escriba una entrada promocional, lo advertiré.
Una vez oí decir a Gonzo Suárez que los creadores son gente que roba ideas al universo, y que encima no lo hacen por dinero sino con la ridícula idea de probar al mundo que existen. Por eso he decidido que cada vez que escriba un post promocional, les avisaré poniendo al inicio del post el cuantificador existencial, ya saben, el símbolo de "existe", esa E al revés, este:
...
No se lo van a creer. Yo es que soy un poco burra con esto de las nuevas tecnologías. Como no sabía poner el símbolo aquí, en blogger, me he ido a buscarlo a Word, lo he encontrado en la fuente Symbol, lo he copiado (juro que he copiado esa E invertida) y ¿saben qué sale cuando la pegas? Esto:
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Este alucinante experimento no sé si refuta o demuestra la teoría de Gonzo, pero sí parece probar lo que ya me temía: que no hay forma de hacer autopromoción sin que una parezca interesada. ¡Y claro que lo soy! No saben el interés que tengo en que me lean. Estoy tan contenta con el resultado...
En la imagen, de Fernando Sancho: yo, sosteniendo el cadáver de un caracol marino, preguntándome: "¿$ o no $, o hacerme unos pendientes de nácar?". Y preguntándome también: "¿Qué demonios hago yo aquí?". Y respondiéndome: "Ah, sí. El tonto. O sea, una sesión de fotos para poner un retrato en la solapa del libro." Y no han visto los demás... Yo es que, cuando me pongo a hacer el tonto, soy toda una profesional.

miércoles, 20 de marzo de 2013

El Papa y yo

Me llama mi madre para decirme que si ya he visto lo del Papa. Le pregunto que qué del Papa. Me dice que eso de que ha dicho lo mismito lo mismito que yo.
-Hija, es que igual. Lo que decías tú de la terneza.
El Papa ha dicho ternura. En concreto, esto: “No debemos tener miedo de la bondad ni de la ternura”. Y lo que yo dije, hace ya tres domingos, fue que "nos harían falta cien Machados y mil Mimosines para devolver el prestigio a la bondad y a la ternura", y que a los tiernos dan ganas de comérselos, y todo esto.
Desde que empecé a escribir los domingos en el Heraldo, he tenido un complejo creciente de estar soltando homilías. Pero esto ya...
Creo que me voy a poner al servicio del Vaticano. Me da que se necesita también un cambio en la retórica. Díganme si no habría tenido mucho más exitazo el Papa aludiendo a Mimosín.

En la imagen: el Papa, con su cruz, y yo, con mis perlas, poco después de consensuar de qué tratará su próxima homilía y mi próxima columna.

martes, 19 de marzo de 2013

Londres Madrid Zaragoza

Hay voces que viajan, y hay quienes viajan en su búsqueda, como la señora Oswald. La viuda de Laurence Oswald cogía el bolso, el metro de Londres y las ganas de reencontrarse con su Laurence, y se iba hasta la estación de Embankment para escuchar aquella voz que ya no oía en la almohada, la misma voz que llevaba décadas advirtiendo a los viajeros: ojito con el hueco entre coche y andén. Ella se sentaba en un banco hasta que lo escuchaba. Aunque Laurence ya no estaba, su voz seguía diciéndole “mind the gap” -a ver dónde metes el pie, cordera-, y ella volvía a casa con pasitos cortos y con la esperanza de escucharlo al día siguiente.
En la línea 4 del metro de Madrid, sonaba la voz de uno de los personajes de Starsky y Hutch. “Próxima estación…”, decía Javier Dotú, el doblador de Starsky, “Esperanza”, completaba la locutora María Jesús Álvarez. Pero un día el Starsky español, que también es el Al Pacino español, y zaragozano por más señas, se encontró su voz en medio de una canción de Manu Chao, en un disco titulado precisamente Próxima estación: Esperanza. Dotú y Álvarez demandaron a Manu Chao por utilizar sin permiso sus voces grabadas en el metro, y la justicia les dio la razón. Quién sabe, igual dentro de unos años alguien se pone el Me gustas tú de Manu Chao para recordar a Al Pacino.
En el tranvía de Zaragoza, esta Ciudad Esmeralda nuestra, es fácil sentirse Dorothy cuando una voz anuncia la última parada, "El mago de Oz", y uno se encuentra en un lugar no tan verde en el que no hay más magia que la que tú quieras ver, como al final de la novela de Frank Baum. Porque resulta que ni la Ciudad Esmeralda era esmeralda ni el mago de Oz era mago. Es solo que la gente dio por hecho que lo era y él les siguió la corriente. Oz les ordenó construir la Ciudad Esmeralda y para que el nombre le fuera mejor, hizo que todo el mundo llevara gafas verdes. “Cuando llevas gafas verdes, está claro que todo lo que ves te parece de color verde”. Y eso se encuentran Dorothy y sus amigos cuando llegan a pedir al mago un billete de vuelta a Kansas, un cerebro, un corazón y valor: una ciudad que solo es verde con gafas verdes y un mago que es en realidad un farsante bienintencionado tras un biombo. A veces, tras los biombos, no hay seres terribles sino pobres hombrecillos que se dicen: “¿Cómo puedo evitar ser un farsante cuando toda esta gente me obliga a hacer cosas que todo el mundo sabe que son imposibles?”.
Si la gente creyó en Oz tanto tiempo fue porque algo tenía de mago. Era un mago de la voz. Oz era un ventrílocuo. Por todo esto, si el mago de Oz existiera, si me esperara al final del tranvía y pudiera concederme un deseo, lo tendría claro: le pediría una voz.

En la imagen, de William Klein, yo, currándome una voz un poco más ronca pero igualmente charmante.

Este texto apareció publicado en Heraldo el 17 de marzo de 2013. Yo habría preferido leérselo de viva voz.

miércoles, 6 de marzo de 2013

Para comérselos

Viajo en el AVE con mi hijo. Al llegar al control de equipajes, le miento y le digo que tiene que pasar el muñeco que lleva en la mano por el escáner. “¿En serio?”, pregunta. Al momento veo cómo mira de reojo a izquierda y derecha. Cuando cree que nadie le ve (pero las madres lo vemos todo), da un beso furtivo a su muñeco y lo deposita en la cinta con delicadeza, como si fuera un bebé. Nada más verlo desaparecer, corre al otro lado de la cinta para rescatarlo de un posible aplastamiento maletil. Luego lo abraza fuerte. Falta les hace a los dos. Se han dado casos de osos polares de peluche que han fallecido por congelación en la estación de Zaragoza.
Me digo que mi hijo debe de estar muy cansado o muy asustado para dejarse ver con su muñeco. Hace dos años que lo oculta avergonzado. Cuando fue a dormir a casa de su mejor amigo, sufrió debatiéndose entre si llevarlo o no para acabar encontrando la cama de su amigo atestada de muñecos de los que nunca había oído hablar; otro tierno de tapadillo.
No se lo reprocho. Hace falta valor para ser tierno. Se ve que la ternura es síntoma de fragilidad como el sarcasmo de reciedumbre. La mordacidad, esa forma de morder, de criticar “con acritud o malignidad no carentes de ingenio” goza de tan buena prensa que nos harían falta cien Machados y mil Mimosines para devolver el prestigio a la bondad y a la ternura.
Hace poco me ha sorprendido encontrar una noticia que incluía la palabra “terneza”, que viene a ser lo mismo que “ternura” pero que da menos apuro poner en un titular. La noticia contaba que unos investigadores aragoneses han descubierto el gen que hace que la carne sea más dura. Gracias a esto, se puede saber qué animales serán más tiernos, e incluso, seleccionando los reproductores, se puede asegurar una mayor terneza de los terneros, valga la redundancia. ¿Y todo para qué? Yo se lo diré (léanlo con voz de lobo disfrazado de abuelita): “Para comérnoslos mejor”.
Ya lo ha descubierto mi hijo: a los tiernos se los almuerzan, y por eso son pocos los que se atreven a mostrarse así. Estos pocos valientes andan esquivando burlas y cuchillos, pero tienen su recompensa. A esos, a los tiernos y las tiernas, a los que lloran en el cine sin decir que se les ha metido algo en el ojo, a los que se les cae un “cariño” en público sin llevarse la mano a la boca para intentar devolverlo a su sitio (que parece que tenga que ser un interior oscuro), a los que ante una herida ajena les brota el “Curita sana” y no la sal, a los que abrazan a muñecos… a esos, e incluso a los de tapadillo, dan ganas de comérselos. También a besos. Al fin y al cabo, ¿no eran los besos mordiscos amaestrados?
Por mí que los de la terneza ensayen con humanos.

En la imagen, de Diane Arbus, ternasco pidiendo a gritos que lo devoren.

Este texto fue publicado en Heraldo el domingo 4 de marzo de 2013. Ese mismo día andaba yo en la mejor compañía por La Magistral, reflexionando sobre qué escritora quiero ser y qué escritora puedo ser; vaya, de ejercicios espirituales, y no tanto, con el maestro Navia y otros discípulos que a ratos se hicieron maestros. (Disculpen el apunte personal. Me escribo esto aquí por si un día, cuando chochee, me da por releer este blog. Ese día no habrá Alzheimer que me impida sonreír al leer "Navia". Y si fuera así, Begoña, prueba a tomar una magdalena de manzana. A Proust le funcionó.) A mí también me gusta rodearme de gente brillante.
Ah, Begoña, y recuerda también los encuentros del lunes en el Amorós y en El Pilar. Y sobre todo, sobre todo, no olvides el día siguiente, no olvides el taller de escritura en aquel pequeño colegio de San Martín de la Vega. Los Cerros Chicos, se llamaba. Y no te olvides de Janis, aquella niña que no hablaba pero que escribió.