lunes, 31 de marzo de 2014

Meetic para escritores

Acabo de tener la idea del siglo. Me la ha dado Guillem d'Efak, el nuevo director de la agencia Balcells. Guillem decía en una entrevista para la Revista de la Asociación de Becarios de "la Caixa":
Lamentablemente, hoy en día es muy difícil vivir de la escritura. Muchos escritores malviven. De hecho, me ha sorprendido ver que hay escritores consagrados que no tienen ni para pagar el alquiler.
Entonces he tenido una iluminación. Creo que ha ayudado ese "me ha sorprendido". Si a Guillem le sorprende ese dato es porque los escritores aún conservamos esa prestancia, ese glamour, esa consideración social que nos instala en la categoría de personas envidiables.
"Mis compañeros se creen que somos ricos. Como eres escritora...", me dice mi hijo. No pienso negarlo. Ni tampoco pienso quitarle la razón a Guillem. Pero le daré una idea.
Escucha, Guillem.
Dices en esa misma entrevista: "¿Queremos una sociedad donde se pueda vivir de la creatividad o una sociedad en la que solo puedan dedicarse a escribir los funcionarios o los ricos con tiempo libre?". No pienso comentar lo de los funcionarios. Voy al grano: queremos lo primero, claro. Pero mientras lo arreglamos, te propongo otra alternativa. Lo que los escritores necesitamos es una fuente de ingresos estable: un marido rico, vaya (o una esposa, según se tercie), alguien que haga de quienes no lo sean, ricos con tiempo libre. Nosotros aportamos al matrimonio el glamour de nuestra profesión y un carácter obsesivo y solitario que hace más fácil, por escasa, la convivencia. Si es absolutamente necesario, pueden sacarnos a cenar. Tenemos algo de conversación y culturilla general. Y si estamos taciturnos, siempre lo achacarán a ese halo de misterio que nos adorna como colectivo.
Conseguir eso, un cónyuge rico, es más difícil que lo de los derechos digitales. Así que dejaos de esa pelea y centraos en lo otro. Hacednos de agencias. Buscadnos una pareja forrada. Lo que de verdad necesitamos para escribir es un poco de tranquilidad y tiempo, y buenos amigos. Vale, sí, también sería ideal tener un cuarto propio, pero son estos tiempos de renuncias y si hace falta, compartiremos la habitación con alguien que ignore qué cosa es la clase turista. Así podremos escribir más y mejor, y vuestro pellizco a nuestros derechos será mayor. ¡Pero es que además también cobraréis una pasta a nuestros satisfechos cónyuges en concepto de celestinaje!
"Mi pareja es escritor", dirá la magnate con orgullo. Y el interlocutor abrirá la boca con admiración. "Mi mujer escribe libros para niños", dirá el banquero. Y, por arte de transferencia, su sonrisa no parecerá tan sardónica ni su gesto tan mezquino.
Tú mismo, Guillem d'Efak, podrías desposarme, tú que eres empresario. Aunque no. Sería un desperdicio para alguien con mi perfil. Yo haría más papel del brazo de un banquero. Y no sé cuán ruinosa es una agencia, incluso la de la Balcells. Además a ti te pega más alguien que escriba novela negra. Yo, es que es verte y sentir unas ganas locas de ponerme a escribir novela negra.   

En la imagen: tú y yo haciéndonos un selfie antes de que se llamara selfie.

domingo, 30 de marzo de 2014

El fin del mundo y cómo evitarlo

-Elige un tema sobre el que escribir -le digo a F., un adolescente al que acabo de sacar de entre el público en un encuentro con lectores.
-El fin del mundo -dice enseguida.
Me quedo parada y no me atrevo a confesar el motivo real de mi estupor: ayer mismo otro chico eligió precisamente el fin del mundo. Nunca me había pasado, y me acaba de suceder dos veces seguidas. Me da la impresión de que en la elección de F. hay un interés más cercano a la curiosidad que al miedo. Y seguimos con el encuentro.
Un rato después, F. me pregunta si no es mi novela Pomelo y limón más para chicas que para chicos. Y yo me sonrío, pero eso es porque aún no he leído el artículo de Jordi Soler.
El artículo lo leo hoy. En él el señor Soler analiza con escalofriante lucidez varios datos de esta época nuestra de instagram, tabletas y virtualidades varias. Uno de los datos es la cantidad de japoneses que pasa olímpicamente de tener pareja o incluso sexo, o al revés, como prefieran verlo. Se entiende que los japoneses son como una avanzadilla humana y que todo eso nos llegará como nos llegaron el sushi, Inazuma Eleven o esa manía de fotografiarlo todo. Igual llegará un momento en que no nos interese o no nos compense relacionarnos sentimental o sexualmente con nuestros semejantes. Y entonces... Ahora me doy cuenta, y entonces quien tiene miedo soy yo. ¡Entonces sí será el fin del mundo! O por lo menos el fin de la especie humana, porque estoy segura de que los pájaros, las abejas, las pulgas amaestradas, las gacelas, los leones, las mantis... en fin, todas las demás especies, seguirán entregándose con pasión a la función reproductora.
El fin de la especie se acerca. ¡Qué digo! ¡Igual ya ha llegado! Igual F. no tiene el menor interés en el amor, que es de lo que trata Pomelo y limón, no porque sea chico como intentaba hacer ver sino porque es medio japonés. Igual esa generación que encontrará demasiado engorroso, sucio, expuesto o complicado ese trámite para tener descendencia es la que lee mis novelas juveniles, la que me pregunta en los salones de actos. Igual por eso piensan en el fin del mundo.
A F. le hice repetir conmigo: "yo también tengo sentimientos". Me dio la impresión de que, en ese momento, dos  chicas lo miraron con cara de "contigo perpetuaría la especie humana". Me dio la impresión de que esas chicas serían capaces de convencer a F. de que el amor compensa. Yo seguiré intentándolo en algún libro.

La fotografía es de Sally Mann. El fotografiado es su marido, Larry, enfermo de distrofia muscular y padre de sus tres hijos. Le pueden preguntar a Sally si le compensa. Por la forma en que acaricia a Larry en cada foto de este trabajo, Proud Flesh, yo diría que sí.  Esta foto decidió titularla Was ever love, como el sintagma del himno "was ever pain, was ever love like thine". Pues eso, que no descarten que vayan juntos dolor y amor. Aun así... ¡jóvenes, japoneses, no descarten el amor!

sábado, 29 de marzo de 2014

Las ganas, la necesidad

Si ven a mi hijo salir corriendo del colegio, ir a toda mecha por el camino, entrar en casa de estampida y girar por el pasillo como un Miura en la curva de la Estafeta, no lo achaquen a sus ganas de jugar, ni a la vitalidad connatural de los niños, ni a lo que en el boletín que me dio ayer reseñaban como "excelentes aptitudes para el atletismo", no. Lo que sucede es que se está haciendo pis.
Así mismito escribo yo: urgida por una necesidad vital perentoria.
Me meo.
Solo que no puedo dedicarle todo el tiempo que querría.
Siento que cualquier día de estos me va a reventar la vejiga.
No es ese mi único miedo. Tengo otro que no sé si es mayor: el miedo a la incontinencia.
Y otro: el miedo a resultar cursi.
Claro que dije pis y no pipí, y lo de "me meo" o lo del reventón de la vejiga está -me temo- más cerca de la vulgaridad naturalista que de la ñoñería. Aunque...
¿Lo ven? Todo esto sobraba. Pero...
La incontinencia.

Fotografía de Louis Stettner.

lunes, 17 de marzo de 2014

Mi abuela y yo

Yo tenía dos abuelas. Mi abuela Ángela nació en San Sebastián; mi abuela María -doña María Teresa para sus alumnas- nació en un pueblo del Pirineo que ya no existe. Mi abuela Ángela era blandita y me daba apurruchones; mi abuela María era huesuda y si me abrazó, no me acuerdo. Si pasabas la tarde con ella, la abuela Ángela te hacía croquetas; la abuela María te hacía dictados. Las dos cosas me encantaban. A mis dos abuelas quise mucho, y eso que la abuela María tenía un carácter del demonio que la hacía más difícil de querer; eso, y no muy buena mano para la cocina.
Las croquetas de mi abuela Ángela eran las mejores croquetas del universo sin exagerar, pero en las croquetas que hacía la abuela María a menudo encontrabas trocitos de cartílago. El arroz de la abuela María, pastoso como me suele quedar a mí, también solía incluir sorpresas. Eran cositas negras que siempre tomé por bichos, pero nunca le dije nada por miedo a que aprovechara la ocasión para explicarme la diferencia entre los coleópteros y los homópteros.
Recuerdo todo esto ahora tras leer en el blog de Marinella Terzi sus no-recuerdos sobre quién le enseñó a leer.
Yo tampoco recuerdo quién me enseñó a leer, pero cuenta la leyenda familiar que, antes de que me enseñaran en el colegio, a los tres años, ya leía de corrido el periódico. Justo así es como recuerdo a mi abuela: sempiterna ante un periódico. Quizá por eso siempre he pensado que fue ella quien me enseñó a leer. Nunca lo he preguntado ni pienso hacerlo porque cada uno se construye sus mitos familiares a su gusto y este es el que voy a creer a pies juntillas y a transmitir: a mí me enseñó a leer mi abuela María.
Dicen quienes la conocieron que me parezco mucho a ella, a la maestra, la que siempre estaba leyendo, la que enseñó a leer a cientos de niños, la que no cocinaba demasiado bien, la que cantaba como un gato cuando le pisas la cola, la que no sabía dar muy bien abrazos, la que se reía más "ji ji" que "ja ja", la que era más difícil de querer.

En la foto, mi abuela, María Teresa Giral Pérez, en la escuela de Montañana.

domingo, 9 de marzo de 2014

La distancia entre tú y yo

Creo que me lees.
Me gustaría pensar que lo haces. Me mata pensar que no.
Pero nunca me dices nada. "Nunca nadie dice nada", como dijo un periodista que podrías ser tú, extrañado al ser felicitado por un artículo. Y yo asentí, porque lo sé. Sé que uno escribe para comunicarse y anda esforzado con el pico y la pala, pero que al final la obra, esa que uno concibió como puente, si nadie la transita, no es más que un ostentoso atentado contra la naturaleza, un recordatorio de la propia megalomanía. Y tengo un blog lleno de puentes pero no sé si tú los cruzas.
Y puede que nos veamos, pero hablaremos de bobadas. Igual es que no hay quien hable de esto. O igual es que no me lees. A veces me dan ganas de hacer esto con estos puentes.
Y es raro. Porque yo estoy aquí, mucho, en todas estas líneas que voy desgranando. Estoy tan aquí que a veces me da miedo. Entonces, cuando me da miedo, me consuelo pensando que cuanto más esté en lo que escribo, será que estaré escribiendo mejor. Pero puede que no, puede que apostar por estar tanto en lo que escribo solo sirva para alejarme de todo lo que no sean estas letras, de las personas mayormente, de ti en particular. Yo estoy aquí. Y tú, ¿dónde estás?
Estarás por ahí, tomando algo en una terraza al sol ahora que ha salido. Claro. Seguro que tienes cosas mejores que hacer que andar leyendo esto. No creas, yo también tengo cosas mejores que hacer que preocuparme de si me lees o no. Es solo que ahora no se me ocurre ninguna.
Solo te pido una cosa: si me lees, ahora no me digas nada. Ya no.

En la imagen: tú y yo, donde yo pienso: "¿habrás leído mi último post?" y tú piensas: "me estoy quedando sin batería".

miércoles, 5 de marzo de 2014

Quiero ser vaga

"El arte es un mullido lecho para los que nos sentimos vagos de profesión. Cuando uno comprende esta verdad, se proclama a sí mimo solemnemente artista, escritor o pintor, músico o poeta."
Lo leo hoy en El mundo es ansí, de Pío Baroja, porque no hay mejores historias que las de mujeres rusas desgraciadas, y esta también lo es, y porque de vez en cuando hay que leer al cascarrabias de Baroja no solo para gozar de esa escritura sin hojarasca sino sobre todo para recordar que sí, que vale, que el mundo no será como los pósters de gatitos, pero que, comparada con don Pío, una aún está lejos de la amargura.
Pero a lo que voy: todo eso de la vagancia y el arte no lo sabía cuando el otro día me declaré solemnemente escritora.
Y ahora lo entiendo todo. Entiendo que no había entendido nada. Y es que es imposible ser artista trabajando tanto.

En la imagen, de Eve Arnold: yo tomándome en serio por fin mi carrera de escritora. 

sábado, 1 de marzo de 2014

Una navaja junto al riñón

“Sal de tu zona de confort.” Es uno de esos conjuros que recitan los coaches.
Bla. Bla. Bla.
Pero ayer supe lo que es. Ayer me arrancaron cosas que no sabía. Ayer descubrí que antes era una oficinista de la escritura y que ahora –bendita ambición– quiero ser artista, y que quiero gorgear y no piar y que mi voz arranque desde el corazón y no sea de piquillo. Lo dije como si ya lo supiera, pero en realidad lo estaba formulando con otras palabras, y pensando, que viene a ser lo mismo, por primera vez. Fue en el encuentro con el club de lectura Contenedores de Océanos, en Salamanca.
Dije que no voy a hacer la pelota a mis lectores. Pero esto no es la pelota, y algunos de los allí presentes no me habían leído, y eso que lo han leído casi todo. Son lectores de esos verdaderamente impertinentes e intrépidos, lectores necesarios. Querían saber, algunos querían escribir, o ya escribían; a ninguno le valía cualquier respuesta. De entrada, comentaron entre risas y sin apenas maldad cómo cierto escritor había contado en un foro la anécdota que ya había contado en otro. “Pero cómo no nos vamos a repetir”, me defendí. Pero también me dije: “Está bien. Nada de lo que sueles decir, sirve hoy”. Y pasó lo que pasó.
He dormido mal. En parte porque arrastro el cansancio de una semana entera dando tumbos, en parte porque vuelve a dolerme el oído, en parte porque la habitación olía a tabaco y yo (no fumo) soy la princesa del guisante. En los momentos de desvelo daba vueltas al encuentro. Respondí mal a una pregunta que he respondido mil veces, la clásica pregunta de si existe la literatura juvenil o si es solo un invento editorial. A veces no hace falta que te hagan preguntas nuevas. A veces, para crecer, lo que hace falta es sentir la exigencia de tu interlocutor como el filo de una navaja junto a un riñón y ver su mohín de: “esa respuesta no me sirve; busca otra”. Para que todo esto suceda –huelga decirlo–, no sirve un salón de actos ni una biblioteca ni un estrado. Para eso hay que estar alrededor de una mesa pequeña.
A raíz de la pregunta sobre la literatura juvenil, volví a tirar del hilo de mi vecino, el fotógrafo que en respuesta a “¿qué tiene de especial fotografiar niños?”, decía: “corres más”. A las tres de la mañana, aún dando vueltas a aquella pregunta mal respondida, pensando qué tenían de especial los adolescentes y qué tenía de especial escribir para ellos, di con una respuesta nueva: “les salen pelos en sitios donde antes no tenían” (qué quieren; eran las tres de la mañana). Recordé entonces la pregunta que me hicieron sobre la censura. También a la literatura juvenil le salen pelos. En la lengua. Aunque esos ya estaban en la literatura infantil. En fin, que sigo pensando, aunque está claro que lo que ahora necesito es dormir. Gracias, contenedores de océanos. Y lo que nos reímos.

En la imagen, de Louise Dahl-Wolfe: yo, después de haber sacado de entre los zarrios del bolso la postal con el manifiesto de la literatura juvenil de El templo de las mil puertas, pensando aún una nueva respuesta.