[Siguiendo con el giro peluqueril que está tomando mi obra, tras "Pelos en las orejas", llega ahora mi columna "Pelos en la lengua". No quieran saber cuál será la próxima.]
Cuando digo que no tengo pelos en la lengua, miento. Tengo. Una alfombra tupida. Lo que pasa es que me depilo, para ejercer de columnista incisiva y eso.
Hay personas que nacen con pelos en la lengua y otras que no. A las primeras, las palabras se les demoran un rato antes de salir. En ese tiempo fugaz, el propietario de una lengua peluda hace una supersónica evaluación de riesgos. Calcula si las palabras que va a decir causarán algún perjuicio y, si es preciso, las riza antes de soltarlas. Así, si trabaja para la Casa Real, le salen palabras tirabuzones como “cese temporal de la convivencia matrimonial” o “comportamiento no ejemplar”. Si estima que sus palabras herirán a quien le escucha, se las traga. A veces, los propietarios de lenguas peludas tienen tal atasco de palabras no dichas que un mal día las vomitan todas y se arma la de San Quintín. Son auténticas bombas de relojería las personas con pelos en la lengua.
Las otras, las que no tienen pelos en la lengua, lo suelen llevar a gala. Presumen de decir todo –y en ese “todo” caben un sinfín de lindezas– sin tapujos con el mismo orgullo con que los miembros de la Asociación Nacional de Rifle empuñan sus escopetas. Quienes no tienen pelos en la lengua disparan las palabras a bocajarro.
Y luego, de vez en cuando, como nos encanta hacernos pasar por lo que no somos, los que tienen pelos en la lengua se depilan, y los que no, se ponen postizos.
Eso, un postizo para la lengua y no matasuegras deberían incluir en esas bolsas para las fiestas. Yo que ustedes empezaría ya a dejarme crecer el pelo o me haría con un postizo lingüístico, o un esparadrapo. No se trata de decir en la cena de Nochebuena, pongamos, a su padre, que esa historia ya la ha contado más de veinte veces, o a su madre, que no hace falta que llene todos los silencios, o a su cuñado, sigamos poniendo, que es un pesado, o a su hermana, que hay animales salvajes más sensatos que ella. Ni les cuento de sus suegros. Piensen que hasta eso –las historias repetidas hasta el hartazgo, los tics desquiciantes, las ideas de bombero– hasta eso echarían de menos de ellos si alguno faltara en su mesa.
Háganme caso. Estos días tengan pelos en la lengua. Evalúen los riesgos. Tengan la fiesta en paz. Así podrán decir, como una de las hijas de Isabel Preysler: “¿Las navidades? En familia. Pero tranquilas.”
(Si además de pelos en la lengua, tienen corazón, hagan hueco en su mesa para esta pobre columnista que acaba de ganarse que la expulsen de la cena de Nochebuena.)
Esta columna apareció publicada en el Heraldo el 19 de diciembre de 2011. Desde entonces, no he logrado hablar con mi padre. Y mira que lo he intentado. Quería que me contara aquella historia por vigesimoprimera vez. Pero ya ven. Creo que estoy castigada.
Se admiten invitaciones en los comentarios.
En la imagen: un hombre sin pelos en la lengua.
3 comentarios:
Mi querida Gran Duquesa:
No creo que vuestro padre –que, según le corresponde, será el Zar de todas las Zaragozas–, se haya ofendido por un comentario así. Las repeticiones, además de un indudable valor pedagógico, no carecen de encanto estético o de sentido biológico. ¿De qué si no la proliferación de pelos (ya que de ellos parecen ir estas peludas columnas)? ¿No bastaría con uno? Si la naturaleza insiste en la repetición, ¿quiénes somos nosotros para limitarla? Repitamos nuestras historias todas las veces que nos plazca, pues somos eso: pura reiteración, insistencia y pertinacia de la memoria… Como bien decís, llegará el momento en que añoremos la repetición o en que dejemos de repetir, desmemoriados.
Lo confieso, yo también tengo pelos en la lengua (y rara vez me los afeito); tantos, que suelo permanecer mudo ante el mundo, aunque no impasible. Algo todavía se agita en mi interior: quizá el pescado que comí estaba en mal estado o quizá aún estoy vivo. Prometo repetir mis comentarios alelados en estos vuestros reinos dorados. Recibid un reiterativo beso de,
Monsieur de R.
Ah, mi querido Monsieur de R., ha tiempo que no nos vemos y temo por ese nostálgico "¿no bastaría con uno?" que haya perdido Cabello. (En su caso sería además una lamentable pérdida de identidad.) Eso, el cabello, también lo añoraremos cuando lo perdamos, sí.
Por otro lado, tengo una ligera y casta idea de los pelos que pueblan su lengua, y por eso aprecio aún más que salga de su mutismo y me honre con su atinadísimo comentario. Se lo agradezco reiteradamente.
Cuídese. El anisakis es mortal.
Algo tenéis de razón,
aunque no era por nostalgia
mi retórica cuestión,
pues alguno,
-y más de uno-,
aún luce provocador
sobre mi expoblada testa
-sin llegar a formar cresta-,
que haga honor
a mi apellido,
aunque parezca raído
(el rubicundo pelaje,
que no el nombre familiar).
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